Siete vidas tiene un gato o la vigencia del cine kinki

imagesPor Eduardo Nabal

Eloy de la Iglesia es el eslabón perdido del cine español de la transición. Vilipendiado en su momento a pesar del éxito de taquilla de sus filmes, el director de “El diputado” (1979) y “La estanquera de Vallecas” (1986) ha sido reivindicado hoy por los historiadores del cine español como un “autor” con voz propia a pesar del descuido formal de algunos de sus trabajos y del carácter coyuntural de otros. Actualmente su joven discípulo Antonio Hens (Clandestinos, La partida, rodada en Cuba) tiene entre sus manos un documental sobre un director a la vez mítico y vilipendiado.

Hens rodó ya “Clandestinos” una historia de amor entre un joven abertzale (Israel Rodríguez) y un maduro guardia civil (Juan Luis Galiardo) a partir de un viejo proyecto (“Galopa y corta el viento”) del hombre al que ahora estudia en un proyecto de recuperación de la memoria más que interesante.

La actual situación socioeconómica y política, los retrocesos en derechos humanos y acceso a la cultura en la España de nuestros días, lo han puesto de actualidad sino de moda, ya que el cine español prefiere olvidar a sus autores incómodos o que sirvieron de espejo descarnado de una España que muchos quieren enterrar en el olvido o deformar bajo discursos conciliadores que han servido de poco, ante la violencia política de la derecha en el poder. La apuesta de Hens de rescatar del ostracismo (no creo que del olvido) al particular director de “Los placeres ocultos” no parece casual. Una apuesta oportuna ante una sociedad que hoy se ve devorada por la codicia de nuestros gobernantes apoyada en las fuerzas del orden, como en aquellos tiempos de los que surgieron sus primeras películas.

Eloy de Iglesia como Pasolini fue un poeta del extrarradio, también una figura marginal (y todavía peor considerada) dentro de la cinematografía de su país. Rompió esquemas en el cine del momento abordando temas entonces tabúes como la homosexualidad, la delincuencia juvenil, el paro, la prostitución, la drogadicción, el aborto   y el independentismo vasco. Políticamente comprometido-aunque no siempre coherente- y en ocasiones panfletario, su cine fue descalificado por entre nosotros bajo la etiqueta del sensacionalismo o a la aún más infamante de “la estética del calzoncillo”. Pero desde entonces, para mal y sobre todo para bien, ha llovido mucho y la crítica especializada lo ha recuperado en numerosos trabajos dedicados a la historia social del cine español en general y al cine gay patrio en particular.[1] Además las ofensas materiales y simbólicas que ha traído la llamada crisis nos devuelven a un director lleno de rabia y nervio que se acercó a las gentes que tienen que vivir en la calle.

No voy a hablar aquí del “montaje de atracciones” de El diputado (uniendo las imágenes de Marx y Lenin con el primer encuentro sexual con un joven prostituto) -protagonizada por un excelente José Sacristán- ni de la valentía de “Los placeres ocultos”- filmado en plena vigencia de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social y que acaba con una manifestación en pro de los derechos de las “minorías sexuales” – sino de uno de sus filmes más infravalorados y en el que, no obstante, mejor muestra las virtudes y limitaciones de su cine: Colegas, protagonizada por Antonio y Rosario Flores y sus habituales José Luis Manzano y Quique San Francisco.

El realizador de “El pico” vuelve a interesarse por las familias sin recursos de la España de principios de los ochenta, por la vida de los jóvenes errabundos que pueblan las barriadas más desfavorecidas; por aquellos que pasan de la precariedad laboral a la delincuencia ante la mirada atónita de unas familias modestas y que, en ocasiones, viven ancladas en valores tradicionales y no descifran una situación sociopolítica que los reduce a meros eslabones de una cadena de producción, aislamiento y destrucción. Los jóvenes participan de una dinámica homófoba en la que se separan de los gays declarados pero que estructura el armario sobre el que se construye la masculinidad de algunos de ellos. También desarrollan una masculinidad tópica que, no obstante, ya no les garantiza un puesto de trabajo ni un prestigio social. Algo que me recuerda a los varones llorones y violentos de la heterocentrada “El club de la lucha”, que tiene muchos seguidores pero contiene un mensaje reaccionario, opuesto al del cine social más allá del espectáculo y el mal gusto.

La sonada presencia de los hermanos Flores en el filme es coyuntural y hace que, de nuevo, la película sea valorada más por razones extracinematográficas que por su enorme potencia visual y la destreza narrativa que hay en sus imágenes, en las que se retrata, de nuevo, con desarmante humanidad y descarnado realismo, la juventud del momento y los a que se enfrenta para integrarse en un mundo violento, patriarcal, mercantilizado y alienante.

El cine de Eloy de la Iglesia abordó mejor que ninguno la otra cara del “milagro económico” español y las contradicciones de la llegada de la democracia a nuestro país poniendo en primer término cuestiones consideradas muy espinosas y desenmascarando el fracaso de las políticas sociales del momento. Esto -unido al carácter accesible y en ocasiones populista de su cine- sirvió de reclamo para el gran público pero fue también motivo del rechazo visceral que suscitaron y suscitan filmes que, como éste, son en su conjunto más que estimables. Otros se quedan a medias en sus propósitos como sus aproximaciones al cine fantástico y de terror en películas como la fallida pero a ratos apasionante “Otra vuelta de tuerca” donde convierte a la afamada institutriz del original de James en un cura vasco lleno de fantasías sadomasoquistas y tendencias homoeróticas o la discutida “La semana del asesino”, donde mezcla el gore, el humor negro y algunos rasgos de autoría.

Otras obras menores de su primer periodo no se conservan bien (“El techo de cristal”, “Miedo a salir de noche”, “La mujer del ministro” ) pero en todas ellas la garra de un director que buscaba llenar la sala pero también siguió unos senderos éticos y estéticos incómodos en la época en la que tuvo mayor repercusión. Críticos de cine de derechas e incluso algunos de izquierdas se apresuraron a desdeñar la variada obra del director donostiarra por efectista y coyuntural, quedándose muchas veces en la superficie del asunto.

112183“Colegas” se abre con la imagen de una máquina “tragaperras”, un juego de “comecocos” en el que se entretiene uno de los jóvenes protagonistas de este drama coral mientras se suceden los títulos de crédito. A este plano le sigue una panorámica amplia de los extrarradios de la gran urbe, el mismo escenario donde se desarrolló la más apresurada y tremendista “Navajeros” (1980) que también tiene como protagonista a José Luís Manzano, quien combina el rostro angelical con los ademanes de un “buscavidas”, no del todo cómodo en su papel y que parece siempre abocado al fracaso. Todo el filme está plagado de simbolismo sobre las relaciones de dominación y explotación con estampas tan poderosas como las de una banda de chicos que acaba de asaltar una iglesia y se prueba las ropas de los sacerdotes o la de los dos muchachos protagonistas – Jose y Antonio- introduciéndose por el ano las bolas de “marihuana” ante la mirada divertida de un anciano traficante marroquí. Aquella en que Rosario renuncia a abortar mientras los dos chicos, hermano y novio, esperan impacientes que ella lo haga para poder salir de apuros. O la incapacidad de José y Antonio por sumarse con paciencia a la cola del paro, cada vez más larga , llena de jóvenes buscando resolver su futuro.

Podemos ver en Eloy ecos del cine de Pasolini por su modo de retratar con una mezcla de poesía y fatalismo la vida en los extrarradios de la gran ciudad, pero su tono es más directo, carnal y menos literario. También vemos la misma fascinación por la corporalidad y la mezcla de inocencia, desamparo y crueldad- ejemplificados en el personaje del amante del director Jose Luis Manzano- la extraña vitalidad y mimetismo de “los chicos de la vida” de Pasolini (Accatone, Mama Romma) aunque en el cine de Eloy no hay intención beatificadora o resonancias mitológicas sino más bien todo lo contrario: rabia, insolencia y pasión.

Denuncia de un modelo económico de explotados y explotadores, pequeños tramposos y grandes delincuentes, policías corruptos y familias en permanentes apuros económicos. Frente al cine de Eloy, unos años después, surge la figura de Almodóvar que también tarda en ganarse el respeto de la crítica. Pero Almodóvar, menos coyuntural, entrelaza narraciones donde aparece por primera vez en la cinematografía española no solo la llamada “movida madrileña” sino también toda una imaginería visual e iconográfica ligada a la visibilidad de transexuales, punks, bolleras, mujeres desesperadas y jóvenes que dudan de su sexualidad. Almodóvar clama por un espacio para la feminidad en el ámbito del cine español de “la democracia” mientras que Eloy muestra como la homosexualidad puede ir ligada a las masculinidades hegemónicas y la apariencia viril, salvo filmes bizarros e intemporales como “Juegos de amor prohibido”, “Gota de sangre para morir amando” o su versión de la novela de Henry James “Otra vuelta de tuerca” en el que cambia a la institutriz por un atormentado cura vasco. Ambos, Eloy y el director de “Entre tinieblas” son las dos caras opuestas de una misma moneda subversiva lanzada a la cambiante sociedad del momento. Almodóvar con “Los amantes pasajeros” parece haber entrado en una crisis que acompaña a todo el cine español atemorizado por los recortes pero su potencial como narrador y creador de mundos visuales propios y atrevido director de actores y actrices es ya incontestable, incluso en sus peores o más apresurados trabajos. Entre sus compañeros de viaje también podemos citar al primer Villaronga con su terroríficamente transgresora “Tras el cristal” o algunos filmes de Ivan Zulueta, Ventura Pons o Jose Luis Borau, además del Carlos Saura de “Deprisa, deprisa”.

Colegas está estructurada como una tragedia en toda regla en la que los tres protagonistas- Jose, Antonio y Rosario- van cerrándose las salidas existenciales a partir de pequeños errores que suponen un paso adelante en su carrera hacia la marginalidad, el desamparo y la delincuencia. Un recurso clásico en el cine social y criminal pero utilizado en esta ocasión con notable inteligencia para perturbar al espectador mediante una irreverente mezcla de humor y tristeza, calidez y desgarro. Al contario que Navajeros, Colegas está rodada con más madurez y contención, y el paso de los jóvenes de chicos con problemas a delincuentes en apuros es abordado con gran sutileza y diálogos inteligentes, acompañados por canciones del propio Flores. Una de las secuencias más famosas del filme -y de las más famosas del cine del controvertido realizador guipuzcoano- es la de los jóvenes hermanos de Jose apilados en esa pequeña habitación con literas masturbándose al unísono. La sensación que produce la escena, a pesar de su tono de comedia irreverente y de transgresión a la moda , es de una profunda tristeza ya que nos dice que estos chicos no tienen ni siquiera un lugar donde explorar sus fantasías y que las calles, con sus trampas y peligros, son su verdadero hogar.

Tras la muerte violenta de Antonio a manos de esos grandes delincuentes que habían prometido salvarlos, al final del filme Rosario y Jose salen de la Iglesia renunciando a formalizar su relación y dando la espalda a todas esas tradiciones y espejos falsos que han marcado para siempre sus vidas. Esos espejos que como el futbol o la religión en nuestros días perpetúan la alienación del individuo convertido en cazador y presa. Como manifestó el propio Eloy: “Los problemas de las minorías marginales son los mismos que los de la sociedad en general, pero como una caricatura desgarrada de ellos. Desde este desgarro, las minorías marginadas viven los mismos problemas que el resto de la gente, pero que estos no se atreven a evidenciar”.

[1] Paul Julian Smith le dedica un capítulo completo en su libro “Las leyes del deseo.: la homosexualidad en la literatura y el cine español, 1960-1990”. Barcelona Editorial La Tempestad, 1998.

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