Por Juan Argelina
Leo una cita de John Cheever, publicada por un amigo en facebook: “Tiene que haber algo bueno siempre al final de cada viaje, y por eso quiero que sepas que todo es un terrible error, hay viajes sin final”. Ni siquiera la muerte es un final. Echas un vistazo atrás, y la Historia te demuestra que las ideas y los sucesos que provocan, forman cadenas que sobreviven a quienes las crearon, y, a pesar de que se intentan eliminar, ocultar o banalizar por parte de quienes se sienten agredidos por ellas, persisten y asumen protagonismo una y otra vez, aprovechando las grietas mal cosidas de los poderes en crisis. Lo nuestro, efectivamente, es un “viaje sin fin”.
Asumimos la herencia y proseguimos la ruta fijada por tantos y tantos filósofos, revolucionarios, activistas e inconformistas reconocidos o anónimos, que fijaron discursos alternativos y críticos frente a las corrientes morales y políticas oficiales, denunciando las manipulaciones y marcando líneas de defensa, como si fueran trincheras invisibles. Es así como sumo en este grupo al recientemente fallecido Zygmunt Bauman, que describió lúcidamente la trágica realidad en la que vivimos como una “vida líquida”, en la que el sentido de la existencia se diluye en la precariedad de ínfimos momentos de felicidad comprada, y donde aquellos que no encajan en este contexto son considerados deshechos humanos.
En un mundo en el que el capitalismo se basa en un consumismo caracterizado, no por la acumulación, sino por el uso cada vez más breve de sus productos; donde las relaciones humanas se han convertido únicamente en modelos contractuales de costes y ganancias; donde el conocimiento ya no significa una seguridad de comprensión de uno mismo, sino que solo adquiere valor en cuanto mercancía, colgada en la red entre otros miles de objetos de consumo; no hay tiempo para el pensamiento, no hay lugar para la empatía.
Sobre todo porque en una sociedad en la que la demanda es generada cada vez más rápido y por menos mano de obra, la cantidad de “personas sobrantes” (es decir, gente que no puede integrarse en el proceso productivo y no dispone de recursos para contribuir al desarrollo del mercado) aumenta de forma desproporcionada.
A estos “deshechos humanos”, apartados en zonas degradadas, cada vez más amplias, de las grandes ciudades, se les suman los “excedentes” de población de las regiones del mundo menos desarrolladas, y los refugiados de las guerras, que intentan emigrar masivamente hacia Europa o Estados Unidos, creando un problema de xenofobia y repliegue identitario, que ha hecho aumentar los nacionalismos y la deriva neofascista.
En el pasado, estos excedentes demográficos derivados del “progreso” tecnológico capitalista, eran solucionados mediante el exterminio de indígenas en los territorios coloniales. Era una condición indispensable para arrojar los desperdicios humanos sobre las tierras conquistadas, convertidas en los vertederos de ese progreso. Pero en la actualidad es imposible trasladar a grandes poblaciones a otras regiones.
La superpoblación del planeta, unida a la escasez de recursos, permite comprender el resurgimiento del “imperialismo entre vecinos”, las numerosas guerras civiles que degeneran en saqueos sistemáticos, y las tendencias genocidas, así como la desmedida preocupación por la “seguridad”.
Nuestro mundo desarrollado se amuralla, se rodea de verjas y concertinas, se recrea la antigua división entre “nosotros” y “ellos” (que se había tratado de superar con la Declaración Universal de Derechos Humanos tras la Segunda Guerra Mundial), y, bajo legislaciones estrictas, se esgrime la excusa de esa “seguridad” para imponer el orden por el miedo a enemigos que “pueden estar entre nosotros”. Esto no es nuevo. Parece que revivimos viejas pesadillas: El mismo miedo que Hitler propagó entre los alemanes contra los judíos, convertidos en el enemigo interno que pretendía destruir el país, el que Stalin desarrolló en la Unión Soviética contra cualquier disidencia, esgrimiendo el peligro de destrucción de la revolución socialista, o el de las dictaduras latinoamericanas (y aquí el franquismo), contra la subversión que, supuestamente, pretendía aniquilar la “patria” y el “ser” nacional, es el que ahora resurge contra aquellos que, según autores como Huntington (“El choque de civilizaciones”), atentan contra nuestros valores y estilo de vida occidentales, cristianos, y democráticos.
Se ha creado una verdadera paranoia contra la inmigración, convertida ya en un problema de seguridad nacional para todo Occidente, y que ha generado un sinnumero de tragedias. La imagen del inmigrante o el refugiado como un enemigo se ha ido gestando en un proceso de reforzamiento de la identidad nacional, en el que se configura la idea del ciudadano como “propietario” del país en el que vive legalmente (“vienen a robarnos lo que es nuestro”), y así se ha tratado de describir la identidad contraria, formando tópicos sobre sus pretendidos peligros.
En esto los medios de comunicación juegan un papel importante, fomentando el sensacionalismo y el no pensamiento, evitando el debate serio, y desarrollando situaciones en las que el insulto, la descalificación y la falta de respeto hacen que se instale la idea del “todo vale”, lo cual no sólo promueve la ignorancia, sino que va corroyendo las bases de la democracia. Políticamente, este panorama produce verdaderos monstruos mediáticos, como ya ocurrió en Italia con Berlusconi, o ahora en Estados Unidos con Donald Trump, con el que la xenofobia y la falta de cualquier sensibilidad social llegan a un nivel de paroxismo.
Pero no nos sorprendamos. ¿Habéis visto el remake de “La Guerra de los Mundos”? En ella los marcianos no llegan del espacio. El enemigo está oculto bajo tierra. A partir del 11-S los norteamericanos empezaron a pensar que tenían al enemigo en casa. Que el fundamentalismo islámico había tenido cómplices internos. Donald Rumsfeld, secretario de Estado de Bush, hablaba de “células dormidas” dentro del territorio de Estados Unidos.
Es por eso que Spielberg da un giro a su historia y la adapta a la nueva realidad creada en el país. La industria del cine se alía de nuevo con los intereses políticos del Estado, y se encarga de promover subliminalmente el miedo al enemigo invisible. La “guerra contra el terror”, iniciada por Bush, y continuada por Obama, es el precedente de toda la situación paranoica surgida en Europa posteriormente, y en cuyo contexto hemos podido escuchar declaraciones incluso de altos representantes de la Iglesia, aludiendo a una verdadera invasión de emigrantes y refugiados entre los que “no todo es trigo limpio“.
Es así como nos convertimos en “países vigilados”, que nos hacen recordar al Orwell de “1984”, donde el “Big Brother” controlaba los movimientos de todos los ciudadanos en cada instante. En la dictadura argentina había una publicidad estatal que decía: “¿Sabe usted donde está su hijo ahora?“, al igual que durante el franquismo, un programa de televisión titulado “Usted puede ser el asesino“.
La preocupación por la seguridad, generando miedo, es la clave para afianzar un régimen totalitario, que además fomenta la delación. Es lo mismo que está ocurriendo ahora entre nosotros. La “ley Mordaza” o las reformas del nuevo Código Penal son ejemplos reveladores. Quizás dentro de poco nos enfrentemos no sólo al mundo propuesto por Orwell (que ya es prácticamente una realidad), sino al de Kafka en su “Proceso” (“Joseph K. fue arrestado una mañana sin saber por qué“).
En esta “vida líquida”, en la que los acontecimientos ocurren y se olvidan rápidamente, es complicado establecer nuevas estrategias de resistencia, pero, como decía al principio, estamos en un viaje sin final, casi podría decir que circular. Las características del actual estado de cosas son nuevas, pero los conflictos son antiguos, y algunos pudieron predecirlos. Por tanto, si gente como Bauman pudo describirlos y analizarlos con tanta lucidez, también podremos continuar defendiendo, como otros antes, nuestra posición crítica, e intentar pensar en alternativas, aunque, por ahora, sólo sean de supervivencia.