Por Eduardo Nabal
El reino de los trepadores es cíclico y universal, de eso nos habla la obra maestra de Mankiewicz y eso vemos todos los días en todas las partes del mundo, particularmente de este mundo que ya se rige de forma ordinaria- en todos los sentidos del término- por la lógica capitalista y de los sueños envueltos en celofán. Una película añeja pero ya implacable que podría situarse en el mundo de la política, la universidad y sus aulas, el cine o las finanzas.
Un clásico que ha dado lugar a numerosas lecturas y relecturas, desde diferentes posiciones, algunas nada desdeñables como la de Almodóvar en “Todo sobre mi madre”, que tiene también un rincón importante en lo que ocurre entre bambalinas. Su guión, una obra maestra de la literatura, fue el primer libreto cinematográfico de la historia del séptimo arte que tuvo el honor de ser editado en forma de libro. Mankiewicz era un gran guionista, después de películas como “Odio entre hermanos”, “Carta a tres esposas” o esta “All about Eve” fue considerado también uno de los realizadores más importantes de su generación.
Según la actriz Celeste Holm (que da vida a un personaje secundario en el filme) “Mankiewicz estaba enamorado del mundo del teatro como un universo de alimañas y brujas”. Según Bette Davis el papel de Margo Channing (protagonista de la cinta) salvó su carrera del anonimato en el que la habían sumido el fracaso crítico y comercial de melodramas desbocados como la tardía “Beyond the Forest” de King Vidor. Davis, a finales de los cuarenta, llegó a poner un anuncio por palabras en un periódico presentándose como “actriz en paro” y “en busca de una oportunidad”, algo impensable en otro tiempo.
El director y la actriz quedaron conmovidos por algunos aspectos del respectivo talento y repelidos por otros rasgos de sus respectivos caracteres. Mankiewicz le pareció a Davis un director tozudo, de ideas fijas y algo engreído pero se quedo pasmada ante su habilidad como escritor, en tanto que al realizador Bette Davis le pareció una actriz perfecta, preparada desde el primer día. Pese a esta admiración mutua el rodaje no estuvo exento de tensiones, motivadas por el ego del uno y la otra, aunque ambos reconocían sus respectivos talentos. Algunos aspectos autobiográficos de la vida de Davis quedan plasmados en los rasgos de su personaje en la cinta: la actriz y su edad, el miedo a envejecer, la persona privada y el personaje público.
“Eva al desnudo” es la obra de un realizador que cree en la combinación de las imágenes y las palabras, en la magia de la fusión de ambos lenguajes; que ama el teatro -aunque en el filme veamos como detesta alguna de las criaturas que lo pueblan y lo asaltan- y cree en el cine como emisor de mensajes para gente culta o dispuesta a serlo. La prolija voz en off, el cambio de punto de vista, el retrato fragmentario de un personaje al que vamos conociendo a través de diferentes miradas y discursos personales (algo que se repetirá con menos fortuna en la algo menos redonda “La condesa descalza”) lo convierten en un filme extraño para el público de hoy más acostumbrado a la vertiginosidad narrativa, los efectos especiales y las historias poco elaboradas. En su película de los cincuenta nos muestra a esos seres apocados de aquí y allí que en unos años son portada de periódicos y revistas recogiendo premios de manos de gente a la que otrora no se hubieran arrimado.
Mankiewicz, enemigo de oportunistas y materialistas tendría un buen material en la España de hoy incluso en Burgos con sus instituciones donde casi todo sucede a dedo o haciendo la rosca. Un modus operandi que como la imagen de la nueva “Eva” reflejada en el espejo parece no tener fin.
La historia no es nueva. “Eva al desnudo” se estrenó en la era post-Macarthy y Mankiewicz fue acusado por el reaccionario -y tal vez también envidioso- Cecil B. De Mille de ser un realizador poco fiel a los ideales de Hollywood y la nación. El director-productor de “Piratas del Mar Caribe” acusó al director de “Carta a tres esposas” o “Un rayo de luz” de realizar filmes llenos de “propaganda anti-americana”. Y es bien cierto que en algunos de sus mejores filmes hay una brillante disertación sobre la ética del triunfo, el arribismo, la codicia y las estrategias para ocupar el lugar del otro, a la vez que una crítica disolvente del “american way of life”. Una crítica mucho más acida y densa que la que encontramos, por ejemplo, en “El sueño de Casandra” de Woody Allen, otro director con alma de dramaturgo. Quien conozca la historia de Hollywood conoce sin duda algunos de los motivos por los que los guionistas siguen poniéndose en huelga cuando no dejan el trabajo a los productores con y historias de plantilla y efectos por ordenador, esos que tanto temía el director de “Mujeres en Venecia”, un filme sobre la decadencia y el paso del tiempo.
El talento no se valora sino los resultados en taquilla, como los resultados electorales o el aforo de un auditorio. En ocasiones, el tiempo, implacable, demuestra que el oportunismo sin un verdadero talento se evapora para siempre, aunque llene bolsillos propios y ajenos. Que si ni el premio Sarah Shiddons, que inventó Mankiewicz para su fábula, ni siquiera el Oscar, pueden ocultar la falta de verdadero talento, que poco puede durar un cachivache tan vergonzoso y pre-concedido como un martinillos en la repisa.
“Eva al desnudo” de Mankiewicz es, como “Amadeus” de Milos Forman, la historia de una envidia. Pero en el caso del filme de Mankiewicz se trata de una envidia larvada y desarrollada de forma mucho más sutil, en la que apreciamos todos los mecanismos de suplantación que acompañan a la envidia más profunda. Eva idolatra a Margo pero detrás de esa idolatría (tal y como señala Birdie, la astuta criada a la que da vida la inolvidable Thelma Ritter) hay un estudio atento del comportamiento cotidiano de esa “gran mujer” a la que dice admirar, un estudio minucioso de sus gestos y sus experiencias personales y amorosas que anuncia un proceso de suplantación, humillación y derrocamiento.
La protagonista, Eva Harrintong, encuentra su alter ego en otro personaje, el crítico Addison de Witt, un hombre cínico y destacable al que da vida George Sanders, un columnista que la desenmascara con crueldad cuando Eva trata de reírse de él. La voz varonil del crítico se impone en un mundo de mujeres y hombres que luchan sobre las tablas. Un mundo sobre el que Margo reflexiona en la conmovedora secuencia del interior coche cuando se refiere con sinceridad al “oficio de ser mujer”, anteponiéndolo al “oficio de ser actriz”. O en esa terrible fiesta en la que confiesa su dolor por ir a cumplir cuarenta años y “estar casada con un hombre que siempre aparentará treinta y cinco”
Si Margo es capaz de perdonar- nunca del todo- a Eva es porque es la representante de una nueva clase de triunfadores nada envidiables, los desclasados sin escrúpulos, los que hacen todo por un lugar en el sol pero al final se encuentran solos, en su juego de cartas de nobles sin nobleza.
El premio, la estatuilla con la que se alza Eva al principio y al fin de la cinta, es una alegoría de cómo la moral del éxito, el deseo de obtener el triunfo a cualquier precio incluso pisando a los que se interponen en su ascensión, hacen de un corazón falsamente inocente un corazón de piedra, o de marfil. Así el triunfo profesional se convierte en una degeneración personal.
El irónico final nos deja ver que la historia va a reflejarse de nuevo ante el espejo de Mankiewicz, que estamos ante un retrato en círculo que se repite. La ayudante, la suplente que, con menos escrúpulos aun, ya se ha inflintrado en la vida de Eva se dispone a comenzar otro proceso de vampirización. La imagen final hace elocuente el torrente de palabras incisivas y diálogos ingeniosos que aún podemos degustar con envidia. Como decía María del Mar Bonet en su canción “No hay peor amo que un esclavo con un látigo en la mano”.