Por Juan Argelina
Hablemos de democracia, y abramos un debate sobre el poder constituyente, pero sobre todo contrapongamos la idea de una “constitución democrática” con la del Estado, porque sólo así podremos entender las contradicciones jurídicas, políticas y sociales que entrañan los límites entre el poder y el ciudadano: desde la Ilustración todos hemos coincidido en que el Estado debe ser el resultado de un “contrato social”, una especie de consenso público sobre las garantías y necesidades que la sociedad demanda de sus dirigentes. No obstante, desde las altas instancias del poder, la interpretación de este “contrato” es tan ambigua, que las crisis entre el marco constitucional y las leyes ejecutivas han sido constantes.
Cuenta Platón, en su República, cómo Trasímaco interrumpe a Sócrates mientras habla sobre el Estado, y exclama: “el que tiene el poder es el que manda”, y Sócrates, en su incesante goteo de preguntas sobre esas verdades absolutas que parecen llovidas del cielo, le conduce a otro axioma revelador: “con la mera fuerza nunca se gobierna”, frase que luego se verá reflejada en la famosa respuesta de Unamuno a Millán Astray en 1936: “venceréis, pero no convenceréis”. Aquel primer argumento histórico que expresaba cómo la violencia por sí misma no podía garantizar la existencia de un gobierno estable, fue la base sobre la que se fundó la idea de la “legitimidad”. Solo con la “legitimación” del dominio, el Estado puede ejercer su poder.
Ni siquiera los nazis, al invadir Francia, pudieron sustraerse a la necesidad de crear un “Estado” colaboracionista, el de Vichy, para crear la ilusión de un país no sujeto únicamente a la obediencia militar. Y aquí aparece la imprescindible figura de Maquiavelo: ¿qué debe hacer el “príncipe” para crear un nuevo orden? ya que sólo la fuerza no basta, hay que hallar una nueva fórmula creativa para constituir el modelo más útil que sirva para dar continuidad al poder del Estado. Fortuna, virtud y necesidad, dice él, son las claves de dicha fórmula. Las tres juntas harán posible el éxito del nuevo régimen: la fortuna presenta las condiciones de un posible desastre, la virtud, las posibilidades de resolverlo, y la necesidad, el momento en que se toma la decisión de actuar.
No obstante, nos preguntamos ¿cuando sentimos esa “necesidad”? Y ahí es donde el poder “salvífico” del príncipe viene como elemento aglutinador que justifica su presencia y “legitima” su papel al frente del pueblo “indefenso”.
La sabiduría de los clásicos nos previene de las manipulaciones políticas, y nos llama la atención acerca de la justificación de sacrosantas instituciones que sirvieron una vez para “garantizar” un nuevo orden, supuestamente liberador, pacificador o progresista, pero que, en realidad, fueron la “fórmula” para lograr el continuismo de estructuras de poder que de otro modo no hubieran podido sobrevivir.
Si hacemos una buena lectura de los datos históricos que nos llevaron a la “necesidad” de llevar a cabo la “transición democrática” que hizo posible la Constitución de 1978, nos damos cuenta de que los “actores” de esa transición no hicieron otra cosa que anteponer el pacto con la vieja realidad de la dictadura a una ruptura política que hubiera abierto el camino a una nueva configuración del país, en todos los aspectos. “Hacer que todo cambie para que todo siga igual”, decía el aristócrata del “Gatopardo”, mientras veía cómo se construía la nueva Italia. El envoltorio es distinto, pero el contenido es el mismo.
La Constitución de 1978 fue aprobada mediante un referéndum con un resultado claramente predecible (y eso que en el País Vasco sólo votó a favor uno de cada tres ciudadanos con derecho a voto, y que actualmente dos tercios de votantes no pudieron refrendarla), y aunque durante treinta años, los dos principales partidos políticos se negaron a reformarla, aduciendo su perfil “sagrado”, no dudaron, en una actitud claramente oportunista, en hacerlo por la vía rápida en 2011, acatando sin rubor lo que se nos imponía desde los intereses de las grandes corporaciones financieras. Esto ha supuesto una crisis de legitimidad de graves consecuencias, ya que no se ha sabido explicar el grado de “necesidad”, del que antes hablábamos.
Lo que si pareció servir en el referéndum sobre la entrada en la OTAN de 1986, cuando se argumentó que así se acabaría con el peligro de un hipotético futuro golpe militar similar al de 1981 (olvidando que ya dentro de la Alianza nos veríamos obligados a aceptar un orden indeseable), ahora sólo es una caricatura argumental, puesto que la imposición estuvo antes que el consenso. El lema “no nos representan”, esgrimido durante las movilizaciones del 15-M, no pudo tener una escenificación más gráfica.
La consolidación de los dos grandes partidos, PP-PSOE, se hizo gracias al recurso a la “necesidad” de solucionar problemas tanto económicos como de estabilidad política, y por ello se vinculó la perdurabilidad de la Constitución a la entrada del país en los dos organismos internacionales que garantizaban el futuro: la OTAN y la Unión Europea, aunque lo realmente relevante no era sino el acceso a clubes que deparaban suculentos negocios para la clase dirigente. Mientras se apoyaban financieramente en el exterior afianzando el modelo económico liberal, se controlaban exhaustivamente los medios de comunicación, y se impedía el cambio en cuanto a las alianzas estratégicas internacionales, logrando el apoyo a la continuidad del sistema e impidiendo cualquier tipo de autonomía real, es decir, se convirtió al país en un régimen tutelado, en el que fuera imposible cambio político alguno en el futuro. ¿No recuerda esto a lo sucedido en Grecia?
La Constitución debería ser sinónimo de defensa de la democracia. Si seguimos los argumentos de Tocqueville en “La democracia en América”, el sistema perfecto sería el que garantizaría el progreso de sus ciudadanos mediante la existencia de múltiples contrapoderes regulados por una Constitución, que contendría los fundamentos del bien común. Pero el problema con el que no contaba es la generalización de la indiferencia política de los ciudadanos, sobre todo cuanto más peso tiene el dinero. Cuando el dinero se convierte en el elemento fundamental en la calificación del individuo, más se resquebraja la democracia. En esta situación, frente a los nuevos poderes económicos, es cada vez más difícil identificar nuevos contrapoderes políticos, y los derechos propios de los ciudadanos se desdibujan, ya que aparece un nuevo “derecho omnipotente” representado por los intereses de las grandes corporaciones financieras, “demasiado grandes para caer”.
La igualdad instituida por la Constitución desaparece, y se forma una nueva servidumbre, en muchos casos autojustificada y sumisa, al servicio de un despotismo administrativo, que acaba con la soberanía popular, y confirma la existencia de una “nueva aristocracia” económica. Todo lo contrario de lo que pretendían los revolucionarios franceses en 1791. Pero es la consecuencia lógica de la dinámica del capitalismo. A nivel de discurso cinematográfico, lo podemos ver en el cine de Ken Loach. Su última película, “I, Daniel Blake” refleja el sinsentido kafkiano de un hombre perdido en el laberinto de contradicciones administrativas de un Estado convertido en verdugo de sus ciudadanos, cuyos derechos se ha reducido a la nada. Con respecto a España, el alejamiento de la gente hacia su sistema de representación y hacia la propia Constitución, se entiende por la primacía de las poderosas corporaciones económico-financieras.
A la población se le invita a elegir a sus representantes en el parlamento para después permitir y alentar que las decisiones importantes escapen a su capacidad de decisión. De este modo, las instituciones se vacían de contenido. No sólo aquí, sino en todo el mundo.
La lógica del capitalismo se impone con descaro. El pueblo, invitado a votar cada cuatro años y obligado siempre a delegar en otros, no pinta nada, y cuando pinta, lo es a menudo al servicio de intereses muy cercanos a los centros de poder.
Con los medios de comunicación entregados a la tarea de ocultar y legitimar, y sin trasparencia, parece que todo está atado y bien atado, de tal forma que los principios de libertad, igualdad y fraternidad que identificamos con la Revolución Francesa brillan por su ausencia, y el ciudadano queda reducido a la condición de consumidor y usuario. Para que nada falte, cuando las cosas se ponen feas, se invoca el peso de la “mayoría silenciosa”, que se opone a quienes reclaman algo más, demonizados y marginados. Si disfrutamos de algún derecho no es porque lo hayamos conquistado o porque nos corresponda, sino que se nos reconoce generosamente desde un poder que gozaría de la posibilidad de retirarnos tal “privilegio”.
Es interesante recordar el triste referéndum organizado en 2005 sobre el tratado constitucional de la UE: hubo quien dijo que lo que se preguntaba a los ciudadanos era insustancial, toda vez que las cuatro quintas partes del contenido del tratado habían sido aprobadas mucho antes por las instituciones comunitarias. Se olvidaban de que a los habitantes de los Estados miembros de la UE nunca se les había preguntado por el sentido de esas normas legales que, por fin, se sometían a referéndum. Cuando en Grecia se sometió a referéndum el contenido de las imposiciones de la Troika, las mismas autoridades de la UE redujeron la validez de tal consulta popular al ridículo, dejando claro que ni las constituciones nacionales, ni la voluntad ciudadana, servían ya para nada, y que era mejor dejar las cosas en manos de responsables tecnócratas, que, en última instancia, sabían mejor lo que interesaba al pueblo.
Por tanto, asistimos al fin de los sistemas de soberanía popular, con unas Constituciones convertidas en papel mojado. La última reforma de la nuestra lo demuestra claramente. Su resultado: la mayoría de los bancos han seguido obteniendo pingües beneficios incluso durante los años de crisis. A menudo los han ocultado de la mano de sagaces manipulaciones mediáticas. Aparte de salvar la cara a inmorales instituciones financieras, no es fácil apreciar ningún resultado saludable de las políticas que se han venido practicando hasta ahora. Mientras la recesión, y acaso la depresión, se asientan, todo apunta a que los ingresos por impuestos se derrumbarán, y con ellos lo hará buena parte de la estructura del Estado del bienestar.
¿Una nueva reforma constitucional? ¿Una nueva Constitución? Cada una que ha tenido este país desde 1812 ha sido el resultado de la necesidad de mantener el “statu quo” de la clase dirigente, no de solucionar la situación real de un país empobrecido y marcado por el atraso educacional y dependiente de feroces cargas impositivas.
Las grandes frases y discursos liberadores fueron escritas por intelectuales y profesionales de la política, muchas veces alejados de esa realidad, y en la mayoría de las ocasiones, sus artículos fueron impracticables. El escritor soviético Iliá Ehrenburg viajó por la España de 1931 comprobando el impacto de la Constitución republicana en las tierras del interior del país.
Sus palabras reflejan la relación y la contradicción de los políticos con su pueblo. Algo que no ha cambiado a pesar del tiempo: “En España abundan los intelectuales avanzados. Están enterados de todo. Han leído el programa de la asamblea de Jarkov. Conocen a los “populistas” de París y la última película de Eisenstein. Lo único que no conocen es su propio país. No se dan cuenta de que no es el surrealismo, ni la literatura proletaria, ni las modas parisienses lo que tienen delante, sino un desierto sombrío y salvaje, pueblos donde los campesinos hambrientos roban las bellotas, comarcas enteras pobladas de degenerados, tifus, malaria, noches sin luz, fusilamientos, cárceles parecidas a las antiguas mazmorras. Toda la tragedia de un pueblo paciente, pero doblemente amenazador en su paciencia“.