Por Eduardo Nabal
Gus Van Sant siempre ha hecho la película que ha querido, con lo cual nos ha dado placeres y disgustos, casi a partes iguales. Pero convirtió a ese cuasi adolescente ídolo de muchachas, artista de poster, ecologista, nostálgico de la Norteamérica de las tribus indias saquedas durante siglos y muchacho levemente “anti-sistema” en un icono para la comunidad LGTB e incluso visibilizó a los excluidos de la periferia económica o social de los EEUU, personificados por el personaje de Mike, el chapero sin techo, que no para de buscar un hogar y declara su amor imposible a una persona de su mismo sexo. El que quiere conciliar el sueño del éxito con la imagen de un buscavidas cuyo futuro parece marcado por una carretera existencial que “da la vuelta al mundo”. Ese modelo de ganadores y perdedores que ya se ha vuelto universal. En un ejercicio de barroquismo Van Sant mete a Shakesperare, Enrique IV, la road movie, la narcolepsia y un mensaje desesperanzado y deprimente sobre el determinismo y la reiterada traición capitalista que no obstante no dejaba de hacer de su tercer largo un filme valiente, audaz y rompedor.
Los noventa y el new queer cinema, a la que “My own private Idaho” pertenecía a su manera, parecían el fin del puritanismo de la era Reagan y, a pesar del VIH, las voces contestarías e inconformistas recorrían el mundo entero, se alzaban contra las políticas de los gobiernos conservadores, con sus políticas neoliberales y, en cierto sentido, y a pesar de los retrocesos y recortes asfixiantes no han dejado de hacerlo, diversificándose las corrientes y los referentes más variopintos. Pero Van Sant, como Derek Jarman, como más tarde Haynes, Araki, Ozon, Kimerbely Pierce, Despentes etc e incluso por estos lares algunos filmes de Pons, Almodóvar, Villaronga o Balletbó-Coll escupieron en lo políticamente correcto con lo que se cerraba una década de puritanismo sociopolítico y sexual.
Los nuevos héroes ya no eran los surfistas o los pilotos, los superpolicias, las megabailarinas o los rambos, las tenientes de pelo rapado o los caballeros del espacio volvían, con menos esperanza, los antihéroes, con algo de beatniks, algo de queers, algo de nueva ambigüedad, ecos de la respuesta al establishement y la muestra de que la revolución LGTB y el los gritos innovadores del postfeminismo, el antiespecismo, el posthumanistmo además de los activistas radicales contra el Sida y contra la homofobia religiosa se imponían de nuevo después de décadas de silencio y corrección, de integracionismo colaboracionista con el libre mercado o el relativo inmovilismo de izquierdas machirulas o ancladas en su autocomplacencia. Las maricas, las bolleras y las trans ya no siempre tenían miedo y empezaban a habitar espacios, campestres o urbanos, impensables que hoy día ya forman parte de la memoria colectiva de muchas y que no han desaparecido sino se han transformado.
Aunque el miedo y la desestructuración social pueblen y estrechen el mundo de hoy y los corruptos de guante blanco están en el poder amenazando muchas de las libertades conquistadas, libertades que pueden ser arrebatadas pero no sin que suene un grito estruendoso por encima de cualquier mordaza, real o simbólica, policial o universitaria, colonialista o en forma de lampedusianas estrategias de caridad colonial. Aunque aumente la violencia homófoba y racial, se cierren cuentas de facebook e intenten imponer sutiles formas de censura hay una nueva generación que sabe que los que tienen más miedo ya no son ellos o no tienen por qué serlo. Muchas cadenas se han roto, a pesar del capitalismo salvaje y sus recientes estragos. A pesar de las leyes burguesas que, como la Coca-Cola, se siguen extendiendo sin grandes cuestionamientos, al menos audibles.
Pero volviendo a River, como Heath Ledger el de Brokeback Mountain uno se pregunta donde empieza el accidente y el camino medio entre el suicidio y la autodestrucción. ¡Ten cuidado Heath! le dijeron algunos amigos al verle metido en el papel de Ennis del Mar, formando parte visual de los EEUU que viven en pequeñas caravanas o saltan de un trabajo a otro, dejando los sueños en el camino o la autopista, o la montaña. River Phoenix no volvió a ser el mismo después de pasar por las carreteras desoladoras de Idaho hasta Roma, en su camino de sueños en el que se llevó la Copa Volpi al mejor actor pero alcanzó a un nuevo tipo de público y fue alcanzado por unas cámaras desconcertadas por lo que veían.
Desafiante e inseguro en las entrevistas, escondiendo resacas tras gafas oscuras, el hermano de Joaquín Phoenix, niño prodigio y activista animalista, se convirtió en leyenda pero nos perdimos, con su muerte súbita, a uno de los mejores y menos convencionales actores de su generación. Hoy parece que la historia no puede ser contada de otra manera y una profunda tristeza acompaña al regocijo de saber que nos dejó a uno de los personajes más intensos e inmensos de los noventa. Una estela imborrable. Es posible que cuando la leyenda supera a la verdad, se escriba la leyenda, pero River se perdió en su personaje y no volvió. En este cálido agosto podemos pensar que la historia avanza para atrás y para adelante, como los peces del río que tan bien filmó Van Sant en sus piruetas visuales y en aquella década extraña y cambiante todos y todas nos llevamos, como una herida de juventud, nuestro River particular en nuestro camino de sueños y pesadillas.