La España vacía : sobre la tremenda desigualdad y contradicción entre la España rural y la urbana

Por Juan Argelina

España vacíaUno de mis recuerdos más nítidos de infancia es el camino nocturno entre barro y hierbajos que mediaba entre mi casa y la zona donde se ahora se halla esa fábrica abandonada, isla de memoria infeliz de años siniestros en el Vallecas de la inmigración, donde mi padre trabajaba.

La frontera entre la barbarie urbana y la naturaleza en descomposición se perfilaba en ese camino, donde años más tarde se trazaría la M-40. El dueño de esa fábrica era nada mas y nada menos que Leopoldo Calvo Sotelo, esfinge crepuscular de la extinta UCD, que materializó en su efímero gobierno el ingreso de España en la OTAN, haciendo el juego sucio de lo que luego vino a ser el teatro preferido del PSOE: dejar hacer a la derecha lo que no sería políticamente correcto en la descafeinada izquierda, pero que no se corregiría nunca, es más, se ahondaría en el juego de los hechos consumados. Me doy cuenta de que, mirando atrás, la foto de esa fábrica abandonada es la de todo ese período largo y trágico, lleno de mentiras y manipulaciones, en el que los mangantes y pícaros de la dictadura se reinventaron magníficamente bien en su continuación democrática, creando el gran casino nacional.

La imagen de Blesa, sorprendiéndose ante el juez ante preguntas sin respuesta, me dejó la sensación amarga de su risa interna, su seguridad por creerse impune, al igual que todos sus predecesores, chupadores de la sangre de todos los que como yo, junto a mi padre, caminábamos por el barro de ese camino que separaba la descomposición del campo del salvajismo de la explotación y la chapuza patria.

Porque mi padre, como muchos otros durante aquellos miserables años cincuenta, fue una víctima más del “gran trauma”, en palabras de Sergio del Molino, autor del magnífico libroLa España vacía. Viaje por un país que nunca fue“, que desgrana minuciosamente las causas de las heridas creadas por el tremendo desprecio histórico hacia las gentes que habitaban los inmensos espacios rurales de la España interior, condenadas a la sumisión cuando este país aún dependía de sus recursos, rebajadas culturalmente ante la “superioridad” cívica del centro urbano, y manejadas como títeres por el poder cuando se les obligó a emigrar a las grandes ciudades en el momento de la industrialización salvaje iniciada por los tecnócratas del Plan de Estabilización de 1959.

Como bien indica el autor, poco importó, tanto entonces como ahora, que una extensión equivalente a la de Gran Bretaña, se vaciara de población, formando hoy un contraste demográfico único en Europa, y moldeando una realidad con efectos políticos inquietantes. Quienes se marcharon de su casa, de su pueblo, de su tierra, perdieron su identidad, incapaces de rehacer en el suburbio la vida a la que estaban acostumbrados. Y sus hijos sufrieron un desarraigo aún mayor, enfrentados a las dificultades de la miseria, la ignorancia y la falta de comunicación con la generación anterior, al perder el vínculo con el mundo que dejaron sus padres. Siempre recordaré la tremenda escena de la película “Un franco, catorce pesetas” (2006), de Carlos Iglesias, en la que el padre emigrante, retornado de su vida en Suiza, lleva a su hijo en presencia de su abuelo, hombre de campo, que se halla sentado en el suelo remendando un colchón. Ese momento representa un verdadero enfrentamiento de dos mundos incompatibles. El rechazo del nieto es el reflejo de la distancia física y temporal de esas dos Españas, no las que siempre nos han hecho ver los trágicos y sangrientos sucesos de su historia política, sino las derivadas del desgarro socio-cultural del “gran trauma” de la emigración. Algo que aún no hemos superado.

un franco, 14 pesetas

Yo nací con las escamas que me impuso la dureza del barrio al que llegaron mis padres durante esa época. Era aún adolescente cuando Francisco Umbral escribió que “Vallecas son tres galgos apodencados e inexplicables, atados a una estaca, hurgando entre la tierra, en el nublado cielo de los pobres”  (Diario de un Snob, 1978)Ya por aquel tiempo, el alcalde Joaquín Garrigues prometía millones para acabar con el chabolismo.

Habría que esperar a que Tierno Galván realizase un ambicioso plan de reestructuración urbana en el que fuera posible una auténtica integración de toda la marginalidad que había sucumbido al destrozo de la droga. Una droga mortífera que se llevó a muchos amigos y conocidos, y que ahora regresa de modo implacable, en un barrio donde los nuevos edificios que sustituyeron a las antiguas chabolas, ocultan las viejas miserias de siempre.

Las promesas de Tierno quedaron en nada ante la apisonadora del PP, cuyos recortes de servicios no comenzaron con la excusa de la crisis. Amplias zonas del barrio son un verdadero “territorio comanche”, y la propia policía municipal las considera los peores puntos de seguridad ciudadana, junto a Usera y Centro. He visto el proceso por el que las luchas vecinales lograban cambiar el lamentable estado en que se encontraba el barrio, buscando dignidad. Pero, como dije, tras el breve período de Tierno en los ochenta, han bastado unas décadas de la derecha, heredera de las políticas franquistas, para que Vallecas haya sido prácticamente devastado. ¿Cómo lo han conseguido? Aniquilando su tejido social. El realojo masivo de miles de chabolistas y la irrupción de inmigrantes en busca de viviendas más baratas desde otros puntos de la ciudad, no ha venido acompañado de políticas de integración real con servicios públicos adecuados. Solo la acción desinteresada de organizaciones sin ánimo de lucro como la Asociación Barró, y la propia ayuda intervecinal, permiten cubrir las necesidades del día a día de muchas familias al borde del desahucio, y de personas con casi nulas perspectivas de futuro laboral.

vallecasHe trabajado en el barrio durante años como profesor de secundaria, y sé lo que significa ver cómo se desmayan los niños tras aguantar varias horas de clase sin haber comido nada desde el día anterior. La crisis ha dado al traste con los programas que trataban de paliar el absentismo escolar. Sólo en Puente de Vallecas se pueden contar unos 1.000 expedientes de absentismo. Los chavales con problemas que no van al colegio se vuelven conflictivos, no aceptan el sistema, acumulan expulsiones y acaban en la calle, donde es muy fácil caer en la tentación de hacer dinero fácil con la droga, que, hoy por hoy, va moldeando un auténtico bucle de horror en la vida cotidiana del barrio: se organizan verdaderas mafias basadas en su control y distribución, a la vista de todos, incluida la policía, a la que difícilmente puede verse en determinadas áreas.

Decía Umbral en el 78: “¿Qué pasa hoy en Vallecas, mientras en Madrid no pasa nada? Que arde la adolescencia en marihuana, que el pueblo está parado entre tendales, que esperan el dinero del ministro, que Suárez no ha traído aquí la democracia. El obispo Iniesta tiene un dos caballos y el café de Vallecas sabe a pobre. En la plaza de la iglesia vieja están los adolescentes dándole al porro, mimando la yerba en un mundo circular, cerrado y olvidado, y nadie ha conseguido averiguar por dónde entra la marihuana en Vallecas. La policía viene de cuando en cuando y se lleva a unos cuántos”. Quitando un nombre o dos, o sustituyéndolos por otros, la realidad no ha cambiado. Desde la ventana de mi casa solía ver cómo, de cuándo en cuándo, se quemaba algún coche robado en el solar vacío sobre el que más tarde se construyó un comedor social administrado por las monjas de la Madre Teresa. Allí se concentra cada día una multitud de necesitados, muchos de los cuales no parecen ser indigentes.

Irónicamente, el edificio se levanta al lado de un “Vivero de Empresas”, recuerdo de los tiempos en los que se animaba el “espíritu emprendedor”, que hoy propugna la ley Wert. Tiempos de especulación, codicia y despilfarro, que vieron la construcción del PAU de Vallecas, otra promesa grandilocuente de un ensanche que prometía ser el mejor proyecto urbano de la ciudad. Hoy, gran parte de esa gran obra está inacabada y paralizada. Pasear por sus calles es desolador: edificios dispersos, solares vacíos, grandes avenidas para apenas unos pocos coches, …  La crisis ha golpeado tan fuerte que ha dejado el barrio a medias.

No quiero ni pensar la cantidad de años que harán falta para tener una sensación de barrio en esta zona. El tamaño del proyecto era desmedido, y la ambición de construir a toda costa sin freno ha hecho que ahora los vecinos tengan que convivir con grúas y camiones al menos durante los próximos 10 años. Las grandes parcelas sin construir permanecerán como desiertos en medio de la nada. Tendremos ejemplos de la arquitectura más puntera, digna de salir en revistas de arquitectura, en las que no se mencionará para nada a los vecinos o a su entorno.

detroit-8-mileTodos echan la culpa a la crisis, pero las causas van más allá. El ejemplo del barrio de Vallecas, como el de otros muchos en las grandes ciudades de este país, es un ejemplo del modo de actuar de las políticas predatorias del capitalismo financiero. Me viene a la mente el caso de Detroit: El acceso generalizado a la propiedad mediante créditos hipotecarios ha sido el gran objetivo de los planes especulativos del neoliberalismo, aquí convertido en liberal-amiguismo. Allí, en Detroit, pude ver el muro que separa a los barrios blancos de los negros en el distrito de Eight Mile, levantado por un empresario de la construcción con el fin de optar a los préstamos de la Administración Federal de la Vivienda. Según el lado del muro en el que se viviera se podía conseguir o no uno de esos préstamos, pues se consideraba que los negros no eran fiables. Toda la ciudad estaba dividida de esta forma, lo que demostraba que la segregación no era accidental, sino la consecuencia de una política premeditada. Se crearon dos categorías de créditos, más o menos onerosos, dependiendo de la zona en la que se viviera: los prime y los subprime. Ese muro ocultaba la vertiente financiera de la lucha por los derechos civiles. Los negros fueron excluidos de la nueva sociedad de propietarios, pero se pagó un precio muy alto por esa exclusión: el 23 de julio de 1987 el barrio estalló. Cinco días de disturbios y saqueos hicieron estremecer toda la ciudad en lo que fue la peor revuelta racial urbana desde los años sesenta. La rabia ante la discriminación dejó 43 muertos, pero la mayor parte de la violencia no se descargó contra las personas, sino contra las propiedades: tres mil edificios fueron saqueados e incendiados. Fue una lección para los políticos, que no han sabido aprender. La condena de unos intereses impagables en tiempos de crisis ha llevado a la gente a la pobreza y al desahucio, mientras los prestamistas han asegurado sus ganancias con avales del Estado. ¿Queremos un nuevo Detroit?

Gamonal de río PicoLa democracia debe evitar la exclusión, y que la violencia y el desastre social se desencadenen y se generalicen, hundiendo aún más a barrios como Vallecas, para dejar que se convierta en un gueto invivible, porque ya vivimos bajo el temor de que eso ocurra con la política llevada a cabo por el Partido Popular. Otros barrios, en otras ciudades, como el caso de Gamonal en Burgos, están en las mismas circunstancias.

No quiero vivir en un barrio donde las tiendas cierran, donde no hay servicios, donde los edificios se deterioran sin remedio, donde todo el mundo sabe dónde llamar para conseguir unos gramos de farlopa inmediatamente, donde los garajes abandonados se convierten en negocios de desguace de coches robados, donde los niños deambulen por la calle sin escolarizar, o donde la delincuencia se normaliza en las calles. No quiero regresar a los tiempos del “gran trauma”, aunque cada vez que salgo a la calle, tengo la sensación de un “dejá vu”. Vivimos en un país donde las heridas no se cierran, donde el olvido eterniza los problemas, donde el vacío del interior es como el agujero de nuestra conciencia, que no desea darse cuenta de las graves contradicciones que se han creado, y que no tendrán solución hasta que no saldemos cuentas con el pasado.

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