Por Juan Argelina y Eduardo Nabal

MALA NOCHE, (aka BAD NIGHT), Doug Cooeyate (foreground), Tim Streeter (background), 1985. ©Janus Films
“Hay que aprender a leer las señales”, nos dice un Matt Dillon camino del otro mundo al final de “Drugstore Cowboy” (1989). Su papel no puede tener otro final que la muerte, aunque Van Sant sugiera una leve esperanza (“espero que me mantenga vivo” son sus últimas palabras). Y si Burroughs, con su mera presencia, atestigua la posibilidad de la supervivencia, ésta se convierte en un castigo, más que en una oportunidad de reconstrucción y libertad. El límite lo marcan esas “señales” que debemos ver e interpretar.
Más allá de él, el destino impuesto por las exigencias morales exige la destrucción del que ha osado traspasarlo. Y la inevitabilidad de este hecho no conoce la eximente de la comprensión hacia unas vidas transcurridas en quién sabe qué condiciones. La policía hace su sucio trabajo, y de nada vale la lastimera compasión que surge ante la tragedia final; sólo quedan imágenes grabadas en video, o una carretera sin fin, a lo largo de la cual son posibles muchas pequeñas muertes (la narcolepsia de River Phoenix en un “My Own Private Idaho”). El valor del cine de Gus Van Sant se halla en hacernos bien visibles las señales que dividen el cómodo mundo de los que se acogen a la protección (y a los privilegios) de la “normalidad” marcada por el orden, las relaciones y las conductas impuestas por el “establishement” a través de la ley, y el mundo marginal de aquellos que se buscan la vida en otro “orden” de cosas, no previsto por los primeros. La confluencia de ambos niveles hace estallar un sórdido conflicto en el que no hay posibilidad de solución satisfactoria para los muchachos chicanos de “Mala Noche” (1985).
El choque no es sólo cultural. El deseo físico que genera la intención de ayudar y compartir no basta para evitar la sensación de impotencia frente a la tragedia inevitable. La realidad borra cualquier rasgo de ingenuidad o ilusión en unos adolescentes, inmigrantes ilegales, que, como animales, se sienten acosados en todo momento.
Existen momentos de diversión en los que la tensión se relaja, pero el nivel de desconfianza no decrece nunca. Incluso en los más íntimos, la necesidad de soltar la rabia acaba en daño deliberado, cuando el mismo acto de penetración del mejicano a su “benefactor” gringo se convierte en una intención vejatoria. Y, por supuesto, la muerte siempre aparece como final estremecedor, en sus dos formas propuestas por Van Sant: la liquidación directa a manos de la ley (“Mala Noche”) u otros agentes marginales (“Drugstore Cowboy”, demostrando la imposibilidad de la recuperación o reinserción social), o bien la autodestrucción lenta que conlleva ser un “outsider” permanente (el caso de Burroughs en “Drugstore Cowboy”, el de uno de los dos chicos mejicanos de “Mala Noche”, o el de River Phoenix en “My Own Private Idaho”, siguiendo una ruta interminable, de retorno imposible, al hogar perdido).
La adaptación del “Falstaff” shakesperiano (un guiño a Orson Welles) en “My Own Private Idaho” (1991) viene como anillo al dedo para este propósito: la oposición entre los personajes de River Phoenix y Keanu Reeves da como resultado la constatación de las enormes diferencias entre dos significados muy distintos de la vida y, más concretamente, de la juventud: mientras Phoenix se halla en una búsqueda constante de sí mismo, y consuela su pérdida de amor materno en el placer que obtiene a través de la prostitución, Reeves sólo busca diversión; su transgresión es sólo momentánea, considerando su juventud como una etapa de enfrentamiento contra el poder que encarna la figura del padre, cuya muerte cierra y hace emerger una personalidad completamente opuesta, ligada a ese mismo poder. Su camino por tanto termina aquí, y con él su transgresión, así como su homosexualidad.
Porque de eso se trata: la homosexualidad es el elemento que genera la unión entre los dos mundos. Los hombres de negocios, los buenos maridos y padres de familia, bajan al submundo al encuentro con chaperos cuya vida y sentimientos no parecen importarles. Tras el encuentro de una noche, el chapero vuelve a dormir en la calle, enloquece, reinicia su camino. No hay piedad: “la carretera no acaba nunca” nos dice River Phoenix al final del film, tras lo que cae desvanecido, poco antes de que el primer conductor que pase, no pare para ayudarle sino para robarle todo lo que lleva. Y acaba con un letrero irónico y lapidario “Have got a nice day”
El punto de vista de un gay sobre el mundo que le rodea, cinematográficamente hablando, es necesariamente transgresor, porque su presencia misma en el relato perturba las relaciones morales convencionales y los arquetipos preparados para ser imitados socialmente. La industria estadounidense ha ofrecido tradicionalmente una imagen distorsionada del mundo LGTB, y salvo el cine underground o independiente, no ha habido otra alternativa para encontrar un mínimo auto-reconocimiento. Tanto en Estados Unidos como en Europa ha habido directores con una clara intención de mostrar en todo su valor estético y emocional su universo de deseos y frustraciones: desde el “Fireworks” (1947) de Kenneth Anger hasta el “Eduardo II” (1991) de Derek Jarman, pasando por “Un Chant d’amour” (1950) de Jean Genet, “Flesh” (1968) de Paul Morrisey, o “Los Juncos Salvajes” (1994) de André Techiné, entre muchos otros. Las limitaciones presupuestarias no han impedido la libre expresión artística de obras que demuestran la existencia de “otra mirada”, que en el caso de Gus van Sant se completa con una visión crítica sobre el “sueño americano”, sus esperanzas y sus frustraciones.
“Todo por un sueño” (1995) supuso una sorpresa para los compañeros de viaje de Gus Van Sant. Los que admiraron “Mala noche” y “Drugstore Cowboy”, adoraron “My own private Idaho” -enamorándose o no del malogrado River Phoenix- o quedaron estupefactos con el efecto lisérgico de “Ever cowgirls get the blues” (1993). Propios y ajenos vieron sin duda un giro decisivo en la carrera de este francotirador del cine independiente, gay e iconoclasta, en la historia de Suzanne Maretto, una presentadora de televisión arribista, dispuesta a todo para lograr el éxito.
El problema es que Suzanne se ha casado con Larry, un tipo mediocre (al que da vida un Matt Dillon de mirada perruna) que no entra en su mundo, limitado a los rayos catódicos y la búsqueda de “un lugar en el sol”. El personaje de Suzanne es una verdadera performance interpretativa de Nicole Kidman que logra uno de los papeles más difíciles de su carrera interpretando a una “mala” fría y calculadora llena de gancho capacidad de seducción y c que, a pesar de su mezquindad, se gana la simpatía del espectador por la estupidez con la que se conducen todos los que la rodean, particularmente los hombres.
Van Sant articula el camp, la ironía, el humor negro, la mirada homoerótica y el gusto por admirar a una gran mujer y a la vez mostrar sin piedad su lado más oscuro. También traza una disección implacable de los mecanismos de ascensión y triunfo en la sociedad occidental en general y del mundillo de los medios de comunicación en particular. La ética y estética que divide a perdedores/as y ganadores/as. Y retrata especialmente el mundo del que procede: la clase media estadounidense, con su falsa inocencia y sus viejos y nuevos valores.
Perturbadora es la secuencia en la que habla a los chicos de las enfermedades de transmisión sexual o aquella en la que baila con un todavía joven Joaquín Phoenix, en un papel de desvalido macarrilla. Van Sant se enfrenta a una visión moderna de la “mujer fatal” en un personaje que es un misterio y que desde el principio se nos muestra como una imagen pública que se disuelve gráficamente en “un montón de puntitos”. Suzanne es una criatura a la vez monolítica (ciega en sus propósitos) y centrífuga, ya que es alternativamente adorada u odiada por aquellos que la rodean, particularmente por la familia de su marido –cercana a la mafia- y por esos tres chicos jóvenes a los que utiliza en su carrera hacia el estrellato.
¿Por qué, a pesar de todo, nos cae bien Suzanne? Sin duda por el modo en que utiliza y manipula a seres muy presentes en la vida común, es decir, a aquellos que, admirando ciegamente a personas como ella, a la vez fijan sus horizontes vitales en los “Family values” en cualquiera de sus versiones (cristiana, empresarial o italiana) y la estabilidad al uso, reforzada por la “crisis” económica mundial y el avance de la derecha religiosa en algunos países . Suzanne no encaja en este puzzle sino que más bien lo desbarata, como hace Van Sant al desorganizar el relato temporalmente para dar una visión a la vez completa e incompleta, cáustica y devastadora, del personaje y su mundo. Ese mundo del que no deja de ser una incisiva caricatura de la sociedad estadounidense de los años noventa. Suzanne es un objeto y un sujeto, y también una idea visual que nace de una imaginación saturada por el camp, es decir, por una mirada perversa sobre algo falsamente inocente y lleno de claves, en este caso el atractivo y el garbo de la protagonista para seducir y engañar.
Cuando su marido y la familia de esta instan a Suzanne a convertirse en madre ella responde con una frase lapidaria: “Si querías una niñera haberte casado con Mary Poppins”. La dama de hielo – como la define su sagaz cuñada-, la chica de la portada de las revistas-como diría Addison de Witt-, muestra su lado oscuro y lo hace a través de un giro que tiene mucho de mirada gay, queer e iconoclasta sobre la familia tradicional y los valores sempiternos. Suzanne no es una heroína y es difícil empatizar con ella, pero gran parte del placer de “To die for” está en compartir con ella determinados gestos y formas de actuar o en admirar cómo utiliza los vestidos, guiños, maquillaje, accesorios y frases hechas o deshechas para lograr un estilo de vida propio.
Susan en el fondo no es más que una imagen catódica aunque en la llamada “vida real” se comporte como una arribista sin escrúpulos digna del mejor Mankiewicz. Suzanne seduce a un joven con problemas de adaptación, coquetea con una chica con tendencias lésbicas, asesina a su marido y, en el fondo, presentimos como desprecia a cuantos le rodean, aunque no podemos odiarla del todo por ello, ya que ella misma parece definirse como un producto de una sociedad y un momento y acaba convirtiéndose en una bomba de relojería sobre el patriarcado tradicionalista y sobre la gente como ella o con sus mismas aspiraciones.
Su fatal destino no es ejemplificador ya que no puede destruirse del todo algo que no se ha llegado a construir: la “chica del tiempo” es una imagen mental sobre la Norteamérica con mayúsculas y dos de sus pilares más sagrados: la familia nuclear y la comunicación audiovisual. Van Sant -como en otras ocasiones- roza el moralismo, pero cree demasiado en la fuerza de su personaje como para emitir un juicio y deja así una puerta abierta a la duda y el desconcierto.
“Mala Noche” ya anticipó sus temas habituales: la juventud, la marginalidad, la homosexualidad, la muerte. Y, aunque ha desconcertado a propios y extraños con películas de entretenimiento “hollywoodiense” como las cada vez mas endebles “El Indomable Will Haunting” (1997) o “Descubriendo a Forrester” (2000), que, según sus propias palabras, “fueron toda una experiencia, una aventura como todas mis películas, ya que para mí el cine es un experimento, bien sea etiquetado como comercial o como indie”, Van Sant nunca ha renunciado a indagar en el espinoso tema de la violencia, la destrucción y el destino. “Gerry” (2002), “Elephant” (2003) o “Paranoid Park” (2007) demuestran su capacidad para entrar en la piel, para empatizar con quienes sufren la frustración del contraste entre las promesas del sistema y la cruda realidad de una competitividad que crea una sociedad dividida entre “winners” y “loosers”, y siempre abandona a sus víctimas a su suerte, sobre todo en la adolescencia: “La adolescencia es una etapa formativa, fundamental en nuestro desarrollo.
Es entonces cuando nos afirmamos como personas, aprendemos a amar, a reconocernos a nosotros mismos. Es un momento de mi vida que recuerdo con afecto. Y hay una belleza especial en los jóvenes. En ellos trasunta el temor, la desesperanza, el silencio, la crueldad etc.”
El lenguaje técnico varía en cada película dependiendo del mensaje. La vida de Harvey Milk tiene todos los contenidos propios de un compromiso político de obligada difusión pública, por lo que, cinematográficamente hablando, Van Sant se adaptó de nuevo a un discurso más comercial. “Mi Nombre es Harvey Milk” (2009) fue un ejercicio tan didáctico como transparente en sus intenciones: es mucho más que una hagiografía. Es una lección de historia política, al tiempo que una crónica sobre la interacción entre la base ciudadana y las estrategias de poder para lograr libertades civiles. En su día fue calificada como “obamista”, y, sin duda, es uno de los productos de todo aquel ambiente reactivo contra la ultraconservadora etapa Bush, que inflamó las conciencias de muchos norteamericanos e impulsó, en cierta medida, la elección de Obama en busca de la recuperación de derechos perdidos. Esta película hay que verla dentro de esas circunstancias, volviendo la vista hacia etapas donde la ética se batía en duelo mortal contra la intolerancia, los prejuicios y las mafias políticas.
A pocos años vista, la frustración parece evidente, aunque la lucha se ha enconado aún más, y el cine de Van Sant se ha vuelto más militante: Si “Retless” (2011) suponía un regreso a su tradicional tema de la muerte, ésta ya no era una tragedia, sino la oportunidad para expresar el amor. Como en la clásica “Harold y Maude” (1971) de Hal Ashby y Colin Higgins, la muerte “es una manifestación más de la energía de la vida”, y supone para Van Sant la superación del pesimismo político que la etapa Obama había creado ante la falta de expectativas de cambio real en una sociedad atada y apuntada por un gran rifle. Esto quedó demostrado en “Promised Land” (2012), en el que su protagonista, Matt Damon, ejecutivo de una empresa de fracking, se cuestiona la dirección de su propia vida al tomar conciencia de las verdaderas consecuencias de su trabajo. Toda la base ideológica del “sueño americano” se viene abajo frente a las mentiras de la industria y el poder del dinero. Sin duda, el cine de Van Sant ha cambiado técnicamente desde aquella “Mala Noche” de 1985, aunque no su intencionalidad. Si comparamos la sátira de “Todo por un Sueño” (1995) con “Promised Land”, ésta nos parecerá más conservadora, comercialmente hablando, pero la carga reactiva de su contenido sigue siendo activa y supera el paso del tiempo.