“Almodovar arremete discretamente contra el Opus Dei” en su película Julieta

JULIETA. HISTORIA DE UNA y OTRA SEPARACIÓN

Por Eduardo Nabal  Crítico de Cine

Con “Julieta” Pedro Almodóvar vuelve al cine con mayúsculas. Aunque también se deja en el tintero uno de los puntos que más lo diferencian del resto de directores españoles: ese humor incisivo y surrealista a favor de un tono serio y grave que acaba haciendo de su “Julieta” un melodrama agobiante salvado por la pericia, la soltura narrativa de su director y guionista, la solvencia de un reparto cuidadosamente elegido -encabezado por una espléndida Emma Suárez- y su equipo habitual.

Estamos ante otra historia de secretos y medias verdades, con alusiones y claves sobre una España que no desaparece lastrada por instituciones que impiden la realización de algunas personas, a lo que se añaden nuevas y viejas relaciones de pareja o dentro de núcleos familiares enrarecidos. Con una hermosa y entristecida partitura de Alberto Iglesias, “Julieta” nos devuelve al mejor Almodóvar, que narra con pulso firme, manejando decorados, elipsis, guiños culturales y esas puyas al catolicismo que, no obstante, impregnan de una manera “bizarra” toda su obra.

Historias de amor desesperado, separaciones forzosas, reencuentros, culpa, miedo y remordimientos en la mejor tradición del realizador de “Todo sobre mi madre”. Tal vez haya cierto esquematismo en la definición de algunos secundarios (como esa Rossy de Palma desagradable pero que no acaba de resultar divertida en su obtuso papel de “ama de llaves” fisgona, o los caracteres del padre de Julieta o Abba, la amante ocasional del marido de la protagonista) y en esta ocasión, a pesar de lo evocador de la forma, el realizador intente contar demasiado dejando muchos cabos sueltos en una historia menos rocambolesca y disparatada, pero igualmente compleja, estilizada y trágica que otras suyas.

Pero, si hasta en el Almodóvar más negro (“Hable con ella”, “La mala educación”, “La piel que habito”) encontrábamos un saludable sentido del humor surrealista, en esta refinada y visualmente cautivadora “Julieta” (todo un recital interpretativo con un guión que hace equilibrios) echamos de menos ese humor buñuelesco, esa garra cañí e irreverente que lo distingue de otros grandes directores de su generación. Opta por la metáfora en lugar de la paradoja.
Así, en una maravillosa elipsis en que la joven pareja de niñas (mas que amigas) Adriana Ugarte se convierte en Emma Suarez, con algo del Hitchcock de “Vértigo”, pero despojando de emoción o toque de colorismo. Igual que las imágenes del mar, el campo y arado, la tormenta, el contraste entre el piso ultramoderno en el que rehace su vida y el piso antiguo poblado de recuerdos al que regresa a contar su vida. Pero el realizador, en esta ocasión, elige evocar o deconstruir el mito en vez de derribarlo. Hay ocasiones en la que el espectador siente el impulso de hacerle el chiste al director que incluye ingredientes llenos de ironía pero los fosiliza en aras de la tragedia, esa tragedia griega que enseña la propia Julieta en sus clases de griego como suplente.

A pesar de esa frialdad y seriedad que estropean parte de “Julieta, se trata de una de sus grandes películas porque logra que el espectador nuevamente se sienta parte de una historia de amor y dolor que, en su exceso encuentra su equilibrio, en sus referencias ocultas sus verdades más ácidas, en su pequeñez su grandeza y en sus referencias al drama literario su capacidad de trascenderlo hacia algo más.

Un nuevo viraje en la carrera de un maestro que, no obstante, parece, en esta ocasión, empeñarse demasiado en que “lo tomemos muy en serio”, tras la brillante gamberrada marika de “Los amantes pasajeros”. Basada en varios relatos de Alice Munro “Julieta” es un filme de amistades adolescentes y dolor adulto, de trasfondo lésbico, cuya complejidad y capas de lectura, como la de otros suyos, pide un segundo y atento visionado.

 

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