El viaje de Castilla a ninguna parte y el derecho a no decidir 1ª Parte

Por Basilio El Bagauda

Castilla y León es una de las regiones administrativas más grandes de la Unión Europea y una de las menos densamente pobladas. Su andadura en la nueva organización administrativa nacida tras la Transición que dio paso a la Constitución de 1978 está marcada por una intensa acción política de la mayor parte de las élites económicas y políticas, herederas directas de la Dictadura, y de una baja participación de las clases trabajadoras en los nuevos procesos políticos que se producían en todo el Estado.

Las camarillas políticas y los poderes fácticos circunscritos al ámbito provincial se enfrentaron desde un principio enconadamente por emanciparse de la antigua configuración administrativa de Castilla La Vieja, mucho más pegada a la Historia, como iba a ser el caso de Cantabria y de La Rioja, mientras que otros, por los mismos intereses, movían a las élites de otras provincias como Ávila y Segovia a unirse a Comunidades de nuevo cuño, como Madrid, al estar convencidas de futuros beneficios.

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Al desencuentro entre provincias y capitales municipales, dinámica propia de este territorio desde la Edad Media y que entronca con el fenómeno de las franquicias y privilegios para facilitar la repoblación en la Reconquista y la ausencia específica de feudalismo, se une la vieja pugna, también heredera de los tiempos medievales, de las provincias occidentales que conformaron en tiempos pretéritos el Reino de León.

Esas provincias se arrogaban el derecho histórico de crear una Comunidad Autónoma propia con la identidad del viejo Reino por bandera, asumiendo que buena parte de las Comunidades Autónomas partían de una identidad cultural y de una justificación histórica que las convertía en sujetos políticos.

En última instancia, la Comunidad Autónoma de Castilla y León fue la última en ver su estatuto de autonomía aprobado, sin una verdadera identidad y a través de la presión política de fuerzas exógenas que querían ver cerrado definitivamente el mapa autonómico.

Si miramos hacia la hemeroteca de primeros de los 80 veremos, por un lado, la cantidad de palos en la ruedas puestas por las fuerzas políticas conservadoras de cada provincia, especialmente Alianza Popular y diversos grupúsculos de extrema derecha, que veían peligrar su poder local ante un ente presumiblemente más potente y que identificaban como una institución enemiga de hondo calado progresista.

Por otro lado, tenemos a un Partido Socialista, cada vez más seguro de su llegada al poder, que necesita acabar cuanto antes una arquitectura de la que se siente el principal artífice, por lo que inclina la balanza hacia la construcción definitiva de una región que nunca existió como tal en el pasado y que nunca le importó a su aparato político nacional. Nació con la indiferencia de todos y con la sospecha más que fundada de la sumisión burocrática y política de los delfines socialdemócratas al nuevo gobierno de Felipe González, algunos de ellos pertenecientes, como sus oponentes, a las clases pudientes que dirigieron en un pasado muy cercano el régimen disuelto.

Por aquel entonces ya se veía venir a quien servían los autodenominados socialistas con Juan José Laborda a la cabeza, especulador político antes que especulador empresarial y amigo de tiranos africanos.

A pesar de la primera victoria socialista en las elecciones autonómicas y de mantener el Ayuntamiento de la capital de la Comunidad, pronto comenzó a funcionar el aparato político de las fuerzas conservadoras que seguían controlando la mayor parte de los resortes institucionales y su dependencia con el entramado económico. En poco más de dos años urdieron un plan para desarbolar el único gobierno no conservador que ha dirigido la Comunidad, consiguiendo llevar a los tribunales al Presidente de la Comunidad, Demetrio Madrid, que abandonó la presidencia para defenderse ante acusaciones de ámbito laboral que mucho más tarde se demostraron falsas.

El daño ya estaba hecho y el objetivo fue conseguido: en un contexto sociológicamente rural y postfranquista en el que se seguía desconfiando de la política; con unas fuerzas progresistas dispersas ceñidas al ámbito urbano, un ámbito, por cierto, bastante reducido en este territorio; con un predominio de las ideologías y de los valores culturales de las élites inoculados a las clases trabajadoras a través de un importante y creciente control de los medios de comunicación y de la ingente cantidad de centros educativos católicos convenientemente subvencionados; con una administración de justicia fiel heredera del franquismo y conformada por amigos políticos, y con el control económico de buena parte de los medios de producción y del capital bien de forma directa o bien a través de las relaciones clientelares, el predomino político estaba asegurado para mucho tiempo…

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