Por Juan Argelina
La República como sueño. La República como mito. La República como horizonte.
Como antimateria que repele y destruye el universo de la tradición oligárquica de un país construido a base de guerra, represión y fundamentalismo.
Ser republicano es mirarse en el espejo del viejo ilustrado, del afrancesado traicionado por la deriva de la revolución, del romántico inquieto, del jornalero anarquista, del escritor indomable, de la feminista incansable, del cabrero poeta, del maquis contumaz, del exiliado eterno, del fusilado en la fosa, del desahuciado en la calle, del parado sin esperanza, del estudiante sin porvenir. Ser republicano es mirar atrás y sentir vergüenza ante el “vivan las cadenas” permanente, y no dejarse arrastrar por los cantos de sirena de las promesas de políticos mediocres.
Ser republicano, en suma, es mantener la conciencia de serlo igualmente en un futuro distinto, donde la utopía no sea un deseo, y donde la Historia pueda ser reescrita sin dolor.
Hoy reivindico la memoria de un dichoso 14 de abril de hace 85 años, y no quiero ser pedante ni pretencioso, nombrando a grandes hombres de Estado, o señalando culpables de fracasos anunciados, o analizando autopsias de cadáveres exquisitos.
Todos los días son 14 de abril en esa Puerta del Sol que fue, repleta de gente esperanzada y repetidamente envilecida, engañada y olvidada por aquellos que aún dan nombre a muchas de nuestras calles y plazas, epicentro de un clamor tricolor. La misma que un 15 de mayo lo fue también de la indignación y la repulsa hacia un régimen atascado y corrupto como el de la ya centenaria Restauración canovista. También sus líderes, asustados e impotentes ante la crisis y la violencia de las repulsas hacia su régimen, pactaron grandes coaliciones y gobiernos de concentración para salvar sus privilegios, y cuando la rabia era insuperable y la situación incontenible, optaron por apoyar una dictadura, que sólo sirvió para aplazar lo inevitable.
Los mismos que trataron una y otra vez de hundir el proyecto de convertir a los súbditos en ciudadanos libres, los mismos que pagaban asesinos a sueldo para eliminar líderes sindicales, los mismos que admiraban a Mussolini y enviaban legionarios a reprimir a los mineros asturianos, los mismos que, en nombre de Dios, convirtieron en cruzada los crímenes del generalísimo, los mismos que, envueltos en la bandera de “su” nación, le vitoreaban en la Plaza de Oriente, mientras Julián Grimau era lanzado por una ventana de la DGS, o Puig Antich era ejecutado sin piedad, esos mismos viven aún en quienes niegan la investigación de las fosas de la represión, y se ríen de nosotros desde su posición de poder, considerando ese pasado como la parte incómoda de un libro de Historia que debe cerrarse.
Pero no, no sólo no está cerrado, sino que sigue escribiéndose. Ahora llaman piojosos a los nuevos diputados de Podemos, increpan a Carmena por “acabar” con las tradiciones religiosas, criminalizan reivindicaciones por la injerencia de la Iglesia en la vida pública, o censuran y encarcelan a titiriteros por ejercer su libertad de expresión. No es extraño que la Iglesia comparara la España republicana con el nazismo (Juan Pablo II en 1994). En la Constitución de 1931 se exponía claramente la importancia de la separación Iglesia – Estado. Era evidente que la libertad era incompatible con la represión doctrinal y el poder totalitario que la Iglesia había ejercido en España durante siglos. El anticlericalismo no nació de la nada.
La nueva Restauración hace aguas, igual que la anterior. Y ahora, como antes, las fuerzas nacidas de la protesta popular exigen cambios radicales. El republicanismo no sólo implica el fin de la monarquía. Supone la implantación de un Estado fundado en el ideal de un verdadero pluralismo político donde todos los ciudadanos, minorías, grupos de cualquier tendencia y condición, y territorios autónomos sean atendidos a fin de proteger su diferencia.
La Segunda República fue un ensayo de modernización, que implantó en este país avances importantísimos, como el sufragio femenino, el divorcio, la educación general, el derecho a la autonomía regional, el laicismo, … Es lógico que toda una generación de intelectuales se volcara en su defensa.
La casi total destrucción de su memoria durante la dictadura franquista nos ha hecho creer que aquel tiempo sólo fue un caos, cuando en realidad marcó un paso decisivo en la construcción de una auténtica democracia, capaz de, como decía antes, convertir a súbditos en ciudadanos. Es cierto que no pudo controlar el ambiente conflictivo de su época, una de las más atroces del siglo XX, pero dio, por medio de la acción de muchos hombres y mujeres decididos, ejemplo de razón contra barbarie.
La herencia de su regeneración política y humana sigue vigente, y todos aquellos que murieron por mantenerla, pese a que muchos aún esperan bajo tierra el rescate de su memoria, se reflejan en el espejo de nuestra lucha por recuperarla.