El tiempo no espera a nadie, adios 2016

Por Juan Argelina

“Ya no van a quedar más hojas del almanaque. Nos detendremos antes de arrancar la última hoja. ¿Que habrá dentro? ¿un consejo? ¿una máxima? ¿una promesa? Hay quienes dejan pegada esa hoja en el cartón. Mal hecho. Ésos se quedan sin algo. Porque hay un secreto que voy a divulgar, y es que, entre el 31 y el 1 del año que comienza, hay un día que no se nota, que pasa desapercibido, que, como todo el mundo está preocupado, nadie ve: el día 32. Ramón Gómez de la Serna, “Cuentos de Año Nuevo”

Al acabar este año de muerte, a mí también me gustaría entrar en ese mágico día 32, y quedarme en un limbo imaginario, que me permitiera olvidar la amarga trayectoria de estos últimos tiempos. Pero ya instalado en el desenlace de esta lucha que mi intuición me dice que continuará en el año que comienza, recobro la realidad (que ya es difícil) para otear el horizonte.

Vienen a mi mente las imágenes de “Jonás, que tendrá 25 años en el año 2000” (Alain Tanner, 1975) donde un profesor de Historia comenzaba su clase despedazando una morcilla para enseñar a sus alumnos cómo se trocea el tiempo, y dibujando en la pizarra una línea en zigzag con agujeros en sus picos superiores, para mostrarles cómo sólo unas cuantas mentes privilegiadas sabían ver el futuro a través de ellos.

Sin duda, ahora carecemos de la paciencia y la concentración necesarias para hacer análisis serios en ese sentido, perdidos como estamos en las autopistas virtuales de la información, la mayoría inútil, por la que corremos en círculos a velocidad de vértigo. Así que trataré de eliminar lo superfluo y centrarme en los elementos cotidianos que he sentido, más que en la ansiedad por las noticias que se nos transmiten, porque en la ansiedad sin sentido ante lo que vendrá (que, sin duda, será tan horrible o tal vulgar como la que ya se ha visto) está nuestro punto más débil ante la manipulación.

No se puede volver atrás, no hay camino de retorno. Queda solo observar el “cambio de rueda” del poema de Brecht: “Estoy sentado al borde de la carretera / El chófer cambia la rueda / No me gusta el lugar de donde vengo / No me gusta el lugar a donde voy / ¿Por qué contemplo el cambio de rueda con impaciencia?” En ese “cambio de rueda” hay un punto de pesimismo y al tiempo un deseo de avance hacia donde sea, pero nunca un regreso.

Al escuchar las palabras de nuestro decimonónico presidente del Gobierno sobre el año que acaba, no puedo sino sentir un anhelo aún mayor de huida, aumentado por la frustración ante las luchas por el poder entre los “napoleones” de Podemos, y la confirmación diaria de la apatía social frente al retroceso en derechos, en calidad de vida y en salud mental en definitiva. Sigo observando cada día desde mi ventana la larga cola de gente que espera la apertura del comedor social, y me pregunto dónde ha quedado la empatía que hace unos años parecía un impulso hacia la reconstrucción de un nuevo espacio alternativo de convivencia. ¿Hemos sido de nuevo derrotados? ¿Así es cómo acaba el mundo, no con una explosión, sino con un lamento, como diría T. S. Eliot? Demasiado triste.

No me gustaría acabar como el pobre Walter Benjamin, muerto a las puertas de su salvación en la frontera franco-española, mientras huía de los nazis (si hubiera esperado un día más, la hubiese encontrado abierta). No, no veo un futuro agradable a través de los agujeros de aquel profesor de Historia. La pasividad de los gobiernos europeos (y la de muchos de sus ciudadanos) nos devuelve al pasado más negro del siglo XX.

Los movimientos neofascistas están a punto de ganar las elecciones en Francia, y ya no son una mera pervivencia de otros tiempos en el resto del continente. Se podría decir que se repite el modelo de los años 30, solo que ahora la intercomunicación virtual convierte en viral cualquier mensaje, y la manipulación del descontento en un contexto en el que se controla a la población mediante el consumo, se realiza mucho más fácilmente.

Solo la foto de un niño ahogado en las playas turcas nos llegó a conmover, mientras otros miles caían atrapados en las concertinas fronterizas de Macedonia y Hungría, o se ahogaban anónimos en las aguas del Mediterráneo. Ahora no son más que filoterroristas, violadores, enemigos de nuestra seguridad democrática. Caemos fácilmente en la sensiblería de los vídeos preparados en las salas de marketing de las grandes corporaciones y agencias de inteligencia, diseminados hábilmente por las redes sociales para controlar conciencias, mientras la realidad se oculta, y resulta imposible contrastar la verdad. Solo, como una gota en el océano, veo al periodista Jordi Évole afanarse en contar por nuestra desgraciada televisión algunas de esas realidades, que no por cotidianas, quedan inexplicablemente al margen de nuestras preocupaciones. El comportamiento general sigue siendo autista.

¿Serán los medios de comunicación una pieza clave en el mantenimiento de esta situación? ¿No hay alternativas viables, o tendremos que esperar pacientemente a ver cómo la maquinaria del sistema nos lleva, no ya al paraíso tecnológico que Google nos promete, sino a una selva mediática que nos mantendrá impasibles frente a un próximo desastre global? ¿Acaso la tecnología nos ha aportado una mayor libertad o ha aumentado nuestra capacidad crítica? ¿o es un espejismo? Seguramente las personas que aún esperan su ración en el comedor social bajo mi casa tendrían algo que decir al respecto. O las víctimas del bullying, de violencia de género, de la homofobia sin fin, de las represiones pasadas y presentes sin justicia, del racismo y la intolerancia de todo tipo.

2016 quizás ha sido un año de inflexión, en el que se ha demostrado la incapacidad y el fracaso de los proyectos de cambio dentro del sistema. Es un límite. A partir de aquí ya no valdrán los discursos encaminados simplemente a mejorarlo, ya que es imposible parar la depredación de las grandes corporaciones en las actuales circunstancias.

Por lo que, o se desarrolla una nueva conciencia global que desoiga sus mensajes programados y que haga cambiar la intercomunicación ciudadana hacia una mayor empatía y solidaridad común (y esto incluye un esfuerzo por generar métodos de autodefensa frente a la manipulación mediática), o nos encaminaremos directamente al autoritarismo político sin tapujos, dirigido por esas mismas corporaciones, cuyos objetivos no van más allá de sus beneficios.

La muerte este año de varios iconos de la música del siglo XX, como David Bowie, Leonard Cohen, Prince o George Michael, también me hace pensar en un punto y aparte. Leí en alguna parte que el rock and roll era la única poesía real de nuestro tiempo (perdonad los raperos, pero el blues y el rock son la madre del cordero), y recuerdo haber visto en el escenario a algunos de esos grandes de la música poco antes de morir (Kurt Cobain, Arthur Lee).

Sobre todo recuerdo a Johnny Thunders, a finales de los noventa, en un concierto en Madrid plagado de incidentes, en el que tras más de dos horas de retraso, salió al escenario, demacrado, temblando ante el micro. Alguien le había colgado al cuello una guitarra eléctrica, como le habría podido atar un bloque de cemento antes de dejarlo al borde del mar. Era evidente que no sabía ni donde estaba ni qué hacía. Hubo un momento en que, con doloroso esfuerzo, trató de hilar una canción, pero no logró mantenerla más de 30 segundos. Al principio creí que era una broma, pero a medida que pasaba el tiempo, en medio de un silencio general, aquel hombre se desmoronaba, y alguien se lo llevó de allí.

Tras otra larga espera, volvió a salir, superacelerado, aporreando sin ton ni son la guitarra. Empezaba una canción, olvidaba la letra, poco después la música, la enlazaba con otra que igualmente olvidaba, y así la catástrofe continuaba. Os juro que nunca he visto nada igual. Quizás esperaba verlo morir allí mismo en el escenario, por el precio de un concierto normal. Pero no. Johnny Thunders no murió aquella noche. Lo hizo cinco años más tarde, en París, de sobredosis. Otro viajero de la noche que se fue. Viajero de las sombras. De las pocas cosas que aún me conmueven está la vida y la muerte de estos supervivientes.

Como cantaba Marianne Faithfull en “A Secret Life”: “¡Seres de un día! ¿Qué se es? ¿Qué no se es? Sueño de una sombra, el hombre”. Y he recordado esta “anécdota” por lo que representa en este mundo que describía antes. Para el común de los mortales es solo un espectáculo. Pero el poeta, o el músico en este caso, es el genio loco al que se deja decir lo que quiera siempre que no se salga de las reglas del mercado. Hasta los versos más duros han sido tamizados por la publicidad y han servido para vender coches. La rabia contra el sistema se paga. El hombre muere, pero su mensaje queda para quien quiera o sepa escucharlo.

Hay un cuadro de Paul Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies.

El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer los pedazos. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irremediablemente hacia el futuro, al que vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas sube hasta el cielo ante él. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.

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