Por Eduardo Nabal
Carson McCullers nunca tuvo la popularidad de otros escritores del Sur de EEUU como Truman Capote o Harper Lee tal vez porque los monstruos que dibujaba todavía no podían ser comprendidos en su totalidad, con su misterio y ambigüedad. Su amigo Tennesse Williams una vez le reprochó, escandalizado, el haber escrito un relato sobre un escritor que no podía volver a escribir, un creador sin inspiración. “¿Cómo pudiste escribir algo así? “Es lo más terrorífico que he leído en mí vida”, le dijo el autor de “Un tranvía llamado deseo”.
Carson McCullers, pronto postrada en una silla de ruedas o en posiciones de semimovilidad, con unas terribles varices, pero un impetuoso corazón solitario vivió su amor por otras mujeres muchas veces desde la distancia y dibujo el mundo de decadencia y corrupción del profundo Sur, con sus dioses y sus monstruos, sus caciques y sus desheredados, su racismo y su extraña poesía. Lola Robles nos cuenta en el libro colectivo “Ábreme con cuidado” (Ed. Dos Bigotes) su pasión por la escritora alemana. Annemarie Schwarzenbach. Sus novelas llevadas al cine fueron primero “Frankie y la boda” por Fred Zinemman en los años cincuenta, una historia melancólica que contempla el fin de su adolescencia en la boda de su hermana mayor desde los ojos de una chica distinta, “La balada del café triste” adaptada para el teatro por Edward Albee, y la adaptación peculiar e imaginativa que hizo John Huston en 1967 de “Reflejos en un ojo dorado”, una de sus novelas más controvertidas y escabrosas. En “Reflejos en un ojo dorado” McCullers se introduce con pluma afilada en el asfixiante microcosmos de un fuerte militar del sur donde aparentemente “no pasa nada” pero se cuecen las intrigas, los intereses y las pasiones. Mc Cullers acaba dibujando una galería de monstruos, con mas o menos corazón, que despiertan de su letargo en medio de un poblado bosque y un grupo de gentes que tras sus “buenas maneras” ocultan los mas intensos deseos y rencores. La adaptación de Huston nos obsequió con unas maduras e insólitas interpretaciones de Marlon Brando, Liz Taylor y Julie Harris en un entorno marcado por la neurosis, la represión, la ira contenida, la falsedad y el rencor. Huston optó por experimentar con el color, las texturas de la luz en el revelado y la fotografía, y el cambio de punto de vista, el trucaje, logrando una de las películas más extrañas de los sesenta a partir de una novela ya perturbadora de por sí, a la que se mantuvo bastante fiel.
Huston mantuvo el microcosmos del fuerte militar sureño y sus alrededores en tiempo de paz como un ambiente malsano o al menos donde existe más vacio, tedio, rencillas y malos sentimientos que esa imagen de apacible robustez que pretende dar tras sus cercas y arboledas, con su marcial aire puro. Mantuvo también la fascinación homosexual que el soldado Williams despierta el capitán Penberton (un Marlon Brando sobrio pero algo estirado, no sabemos si atendiendo a las exigencias del personaje marcial o incómodo ante el desafío de crear alguien insólito en su carrera) que sufre con cierto estoicismo las burlas de su Leonora, su mujer (una Elizabeth Taylor, bordeando pero sin caer en el ridículo, aportando un toque de vulgaridad necesario para el personaje) y a través de la fotografía de interiores y, sobre todo, exteriores consiguió esa atmósfera enfermiza del original de McCullers. No sabemos si la que ella hubiera deseado pero con cierta personalidad propia, sobre todo en el aspecto visual. Menos lograda y equilibrada que “La noche de la iguana” basad en Williams, “Reflejos en un ojo dorado” es adorada por unos y detestada por otros. También existen los que admiten su virtuosismo formal, algo esteticista, incluso el esfuerzo de los intérpretes pero rechazan la trama y el enfoque que adopta Huston entre la frialdad, la morbidez y el histerismo. Y sobre todo mantuvo a Julie Harris (que si de joven ya encarnó a Frankie, una de las primeras adolescentes proto-marimacho de Hollywood) en “The member of the weeding” aquí interpreta Allison, a una mujer neurótica y apocada unida por la fidelidad a un joven sirviente oriental Ambos son desplazados y espectadores privilegiados e irónicos de una grotesca tragicomedia dominada por pasiones que despiertan lenta pero irremisiblemente.
Hoy día la adaptación de Huston suscita una lógica controversia no solo entre los admiradores del director de “Cayo Largo” (mejor guionista que director por lo general) sino entre los de la autora de “La balada del café triste”, entre los estudiosos del cine gay pre-stonewall, y entre los amantes del cine de los sesenta por no hablar de los seguidores de la trayectoria de Marlon Brando o Liz Taylor, en dos papeles en los que se denigran a sí mismo para estar a la altura de las envilecidas pasiones que exigen los personajes. La homosexualidad reprimida de Brando, ejemplificada por su incapacidad de satisfacer a su mujer y por su atracción por el joven y misterioso soldado Williams se nos devuelve bastante tópica con esas fotos de estatuas griegas escondidas en el cajón y esa postura sadomasoquista y estoica ante las circunstancias. El personaje más desconcertante es el criado oriental confidente de la mujer enferma que interpreta una ya madura Julie Harris, cuya pluma, sentido del humor y comportamiento femenino, cuya extraña complicidad con Allison, de apariencia y vida distinta molesta a los altos mandos militares pero cuyo punto de vista, como el de esa mujer que parece limitarse a observar desde su cuarto o su ventana (¿tal vez reflejo de la propia Carson?) son ese ojo dorado que ve pero no juzga, que anticipa e interpreta pero no es capaz de interceder ni salvar a nadie , ni siquiera de salvarse a sí mismo del abismo de la locura o la impavidez en un microcosmos marcado por la jerarquía, los celos, la ira soterrada y la mentira.