Por Juan Vallejo
La anatomía de Cristo y de Tommaso fueron las dos obsesiones a las que el genio Miguel Ángel dedicó más tiempo
El joven Tomasso Cavalieri, el gran amor de su vida, cayó en el numen del genio cuando éste tenía 57 años. Estaba entonces entregado en la construcción de la Biblioteca Medicea Laurenciana de Florencia, dos años después abandonó esta tarea para trabajar en el Juicio final de la Capilla Sixtina. Su amado apenas tenía 22 años.
En mis paseos por Roma en 1971, una de las obsesiones que más me acuciaban, era la de acudir por las noches del ferragosto romano a los bajos del Coliseo. Allí se daban cita los hombres más bellos de Roma, como hicieron sus antepasados allá por el mil quinientos.
En la penumbra de las ruinas, toda suerte de amoríos y veleidades se componían y descomponían entre la nudez y el susurro, entre la belleza y el placer, como si Eros degustara y se preocupara de tanta belleza, de quién protegería y defendería aquella suerte de renacimiento de cuya avasalladora humanidad los dioses se nutrieron; también los siglos venideros.
La figura del más universal de los toscanos, no ha empalidecido a lo largo del tiempo a pesar de la anomia intelectual y la puesta en suspenso de valores como la misma belleza. Miguel Ángel se enamora de un muchacho que pudiera ser su hijo. En ellos el verso y el dibujo disputan la estatura creativa, el cuerpo y la sangre, el semen y el silencio.
Una celebración que desgarra lo efímero y pulsa del arte y la existencia su trascendencia.
Miguel Ángel buscaba entre las arcadas y sillares del Coliseo los penes vírgenes que dieran cobertura al Adán de la Sixtina, al David de Florencia, o los inacabados esclavos. Los glúteos y brazos que tuvieran que ver con la luminosidad renacentista y la celebración del cuerpo como templo. Confieso que aquellos jóvenes que conocí a mis veintiún años, eran portadores del dibujo como argumento, como diorama , como desprecio a toda clase de adornos que revistieran sus cuerpos fascinantes por donde el sudor deslizaba los besos y caricias que todavía no habían sido.
Hombres desnudos, sentados, en pie, como gimnastas a punto de encaramarse en las barandas del circo romano por donde discurrían eternos abrazos. Allí estaban cinco siglos de dibujo mirando el futuro del arte, esa dialéctica entre las vidas arrebatadas y un arte alciónico que todavía hoy despierta la fascinación, el amor, el deseo. “Chi mi difenderá dal tuo bel volto” dice uno de los versos de Miguel Ángel al bellísimo Tomasso, que junto a Vittoria Colonna, fue el amor de su vida. Solitario e inmerso siempre en la pasión hacia el joven, vive solitario y dejado, como un pordiosero, obsesionado con las ideas que le subsumen en el arte. Daba dinero a muchos de los jóvenes relacionados con Cavalieri para que le trajeran alguna noticia sobre él.
Atormentado por pintar no se desvestía para no perder tiempo y atrapar en el carboncillo el cuerpo humano: Un cenobita. Cuando Tomasso se presenta de improviso en el taller, posa para él. Los dibujos son turbadores. En ellos está el silencio del amante ardiente, esperante, las burbujas que recorren el esternón y la columna vertebral.
Años más tarde, tuve el privilegio de contemplar la exposición “Los dibujos de un genio” en el Museo Albertina de Viena. Cien dibujos en donde la furia y el bálsamo, el estallido y la ligereza, el mármol y el agua, el matraz donde se amalgama la creta y la tiza siena, el tizón y la tinta, el cuerpo de Tomasso y los jóvenes que amaba.
Tomasso acompañó a Miguel Ángel en el instante de su muerte, allá por el año 1564 cuando la llama del amor físico se había apagado, cuando Luigi Pulci, un bellísimo ángel, muy hermoso, al que persiguió por las calles de Florencia le sedujo hasta el éxtasis. Toda esta belleza discurría en su agonía abrazada por Tomasso y su ardiente pasión masculina reflejada en su obra.
El pecado nefando en su vertiente griega, la morbidez sensual y hermosa del Esclavo moribundo, el Cristo triunfador del Juicio Final cuyo falo copió de sus ayudantes de taller, luego censurado; tal vez el del mismo Tomasso cuya rigidez y flacidez conocía perfecta y exhaustivamente: es la calma del furor contenido; dosificado para el placer desde la tumultuosa espera donde se macera el temple, donde el fresco enjuaga la cal y la arena, donde el mortero enjuaga la sílice y el óxido cristaliza la eternidad, donde el aliento y el sudor del más grande de los genios baten la atmósfera del Génesis. Los músculos están sin reposo en sus figuras.
Pareciera que un estallido inminente está al llegar, que se presume en los glúteos y bíceps, en los pectorales y gemelos. Sibilas y demonios liban el humo de las velas y ennegrecen la maravilla hasta convertirla en un tenebrista mural luego despertado.
Condivi, biógrafo e historiador del autor del Castigo de Tityus, miente sobre esta cualidad homoerótica, ardiente y fálica de Miguel Ángel cuando habla de un amor platónico, de sus amoríos con jóvenes. Homosexual rotundo, tierno y expectante, Miguel Ángel abrocha la belleza ante un futuro barroco que convertirá en prisión sufriente y sustancia prisionera el amor, en una herencia de las peores enseñanzas del cristianismo empeñado en repudiar la parte mortal y doliente de lo humano.
Roma es entonces una cruel sociedad donde proliferan los enemigos de Miguel Ángel, al que llegaban rumores beatos sobre el afecto evidente hacia un joven bello y noble de un viejo decrépito y chato. Pero Miguel Ángel adoraba toda belleza, incluso sus defectos. Destiló la miseria adhesiva que la envidia y el poder coagulaban en las edades del cuerpo humano hasta decapitar la castidad del alma, hasta despojar la belleza de la belleza misma y coagular el amor en ella implícito. Un matraz cuya probeta unta en los sacramentos la lujuria y en los cánones el sacrilegio. Ese era Miguel Ángel.
Adolescente patricio romano, gentilhombre rico, dado al pecado de los filósofos, desertor de los territorios del platonismo, hijo de noble emparentado con el papado, Tomasso inspiró al genio centenares de cartas de amor, sonetos y madrigales. El mismo año que le conoce esculpe La Victoria, un hermoso joven vibrante y ágil que somete con su rodilla la espalda de un viejo humillado cuyo rostro tiene ángulos de Miguel Ángel.
Cavalieri fue alumno privilegiado de Buonarroti. Los treinta y cinco años de edad que les separaban, supusieron también para el autor de la Pietá prescindir en su vejez del amor carnal y de la belleza de la juventud para buscar el Olimpo, un mayor grado de espiritualismo que desemboca en esa descarnada mística final reflejada en la Pietá de Rondanini. Cuál amante Presuroso, Tomasso logra deslindar su rostro divino para llegar al territorio descarnado del mero espíritu junto al maestro. ¿Acaso hay amor más trascendente? “Vorrei volver, Signor, quel ch’io non voglio” ( querría querer, Señor, lo que no quiero).
Tomasso, fue designado por Miguel Ángel responsable de la fábrica de San Pedro, le ayudó a pintar los frescos del Juicio Final en la Sixtina; algunas imágenes de santos son atribuidas a Cavalieri que aparte de gran dibujante fue un gran coleccionista de dibujos.
Con casi noventa años, el abollado y huraño y dejado genio, murió en su destartalada casa romana de Macel Corviun. Fue un 18 de febrero en brazos de su eterno amor que guardó muchas de las pertenencias que enriquecieron los centenares de dibujos que el florentino le regalara desde que iniciaron su relación. Ahora se conservan en el Castillo de Windsor; fueron adquiridos a la muerte de su propietario por Alejandro Farnesio.
Se pueden contemplar entre ellos algunos dibujos de Cavallieri: el primero que le regaló Miguel Ángel, Rapto de Gaminides. La senecta madurez de un genio homosexual quedó atrapada en sus versos, en la madurez del propio Tomasso que murió discretamente en 1587, como había vivido. “Veo en tu hermoso rostro, mi señor,/ algo que mal se cuenta en esta vida:/ el alma, de la carne aún vestida,/ por tu belleza muchas veces he ascendido a Dios, escribió Miguel Ángel.
En 1995 se dio a conocer uno de los inéditos más sorprendentes de Stendhal: una novela breve sobre el amor entre Miguel Ángel Buonarroti y Tommaso Cavalieri. Durante su estancia en Roma, Stendhal se aloja casualmente en el mismo palacio en el que Miguel Ángel conoció a Cavalieri. En su diario fue anotando esta circunstancia inicio de un proyecto que no concluyó. Sin embargo sí una trama para el final. El título es un verso de Miguel Ángel citado en el relato: “¿Quién me defenderá de tu belleza?” ( Chi mi difenderá dal tuo bel volto? ). Luis Antonio de Villena, biógrafo de Miguel Ángel y traductor se propuso completar la novela que iniciara el autor de la Cartuja de Parma y el Rojo y el negro.
Tres estatuas que representan la Arquitectura, la Escultura y la Pintura velan el descanso del genio de nariz de púgil y sienes de volcán. No hacen justicia a su talento; ni siquiera la Piedad de Vasari que corona el monumento. La furia y el bálsamo están ausentes en este panteón. El amor entre hombres, una de las grandezas de la naturaleza, queda fijado en la humanidad desde el simple trazo de un grafito realizado por este hombre, cuya vida quedó atrapada en los brazos de sus modelos, amantes y admiradores.
Los pintores actuales han cambiado el entorno para encontrar modelos y bellos muchachos romanos para sus cuadros. En las orillas del Tiber, merodean al atardecer jovencitos de raza africana; también romanos, herederos de los que Miguel Ángel encontraba por los bajos del Coliseo, del mismo Tomasso, con la misma belleza.
Los pintores acuden en su busca, posan para ellos y aman entre el óleo y el lino. Saben que muy cerca, subiendo por la Vía de la Conciliazione, bajo el techo de la Sixtina, otros jóvenes son seducidos y penetrados por la púrpura con la bendición urbi et orbi de solideos y tiaras. Eso sí, sin el canon de la belleza como inspiración.