Por Céline Martín
Ningún docente olvidará los últimos meses del curso 2019-2020. Con alumnos y estudiantes, así como ellos mismos, recluidos todos en sus casas, tuvieron que transformar instantáneamente (lo más a menudo sin preparación alguna) su práctica profesional habitual en «enseñanza online». En España como en el resto de países confinados, a los profesores de Primaria, Secundaria y Universidad se les emplazó a adoptar sin rechistar los medios telemáticos para asegurar la «continuidad pedagógica» a la que les obliga su función social, de igual modo que muchos trabajadores de otros sectores se pasaron al teletrabajo.
Sin embargo la analogía es engañosa. Tratar expedientes desde su casa, atender solicitudes diversas en línea, mantener videoconferencias con compañeros de trabajo para resolver problemas y tomar decisiones puede ser sostenible, al menos durante un tiempo; pero la enseñanza virtual no es más real que la atención médica por teléfono. Si intuitivamente mucha gente se da cuenta de que la segunda es un engaño y un peligro para los pacientes, en cambio la percepción social de la inanidad de la tele-enseñanza aparece muy limitada.
Ello es el resultado de una labor de zapa de varios años por parte de los medios de comunicación y las empresas interesadas en promover el plasma en el ámbito educativo.
En primer lugar, porque para muchos, lo que importa no es el contenido impartido, sino el título final, especialmente si de enseñanza superior se trata. La conquista de un título universitario pasa ante todo por pagar, y muchas veces pagar caro: formarse es una consecuencia automática del pago, no plantea mayores problemas. A cambio, lo online no es ya un último recurso: es «innovador». Gracias a la innovación del plasma, Aravaca se transfigura en Harvard. Por tanto, procede desarrollar el «pensamiento computacional» de los docentes, con el fin de adaptarles a la enseñanza del futuro.
Tal como se pudo comprobar con los repetidos escándalos de los «casos Máster», la fraseología pretenciosa que abunda en la oferta lectiva de última generación disimula mal su oquedad. Se supo que algunas asignaturas ni se cursaban. ¿Qué necesidad, ciertamente? El pensamiento computacional crece por sí solo al contacto de la mágica herramienta informática.
¿Por qué la enseñanza online no puede ser otra cosa que un último recurso? ¿Por qué, al contrario de lo que se machaca diariamente desde el mes de marzo, es indeseable? Porque la enseñanza es una transmisión de ida y vuelta que requiere presencia física, exactamente del mismo modo que la práctica de la medicina. Y esto es así, no sólo con niños pequeños o grandes, sino también con adultos, incluso con adultos abiertos a la enseñanza del futuro y al pensamiento computacional.
Los profesores no son depósitos de conocimiento cuya función consiste en verterlo en las cabecitas mediante discursos o escritos diversos. Las cabecitas en cuestión no son meros recipientes vacíos a la espera de ser llenados. No hay transmisión verdadera sin respuesta del receptor (para los de Aravaca: sin feedback), y esa respuesta debe producirse en tiempo real, no en diferido, porque permite al profesor adaptar, minuto a minuto, su acción de enseñanza. Esa respuesta además, en ningún caso puede resumirse a una frase suelta en un chat. No puede ser siquiera únicamente verbal.
La enseñanza es una situación: no hay situación de enseñanza real si el docente no ve a sus estudiantes. No basta con que ellos le vean, como en el 90% de las clases impartidas por Zoom, Teams y equivalentes. Basta aun menos con que le vean sentado, congelado, emplasmado. Necesitan verle moverse, actuar, interactuar. Y el profesor necesita verles a ellos bostezar, mirar por la ventana, comunicarse discretamente con sus vecinos, sobresaltarse o fruncir el ceño: sólo así existe alguna garantía de que la transmisión dará resultados.
No hablo ya del colosal camelo de los exámenes o evaluaciones a distancia: nadie puede sostener que tienen un valor equivalente al de otros años. Si no se reconoce en público es por pudor, por conformismo, por lo que llamaban antiguamente «respeto humano». ¿Cómo reconocer que el rey anda desnudo? La plasma-enseñanza es el futuro, criticarla podría delatar una falta de habilidad, una inoportuna alergia a la tecnología que la sociedad en su conjunto venera y no tardará (tratándose de España) en sacar en procesión en fechas señaladas (el Black Friday, tal vez).
Ya varias voces se elevan para advertir del peligro, un peligro que no nos acecha simplemente en los próximos meses. Ante una nueva alerta sanitaria tendríamos que adaptarnos otra vez, improvisar la continuidad pedagógica pagando los gastos de nuestro bolsillo, dejándonos la espalda y la vista en el manejo de las herramientas del futuro.
Pero, ¿y después? ¿Qué ocurrirá después? Cuando ya no haya alerta sanitaria, cuando nos podamos volver a besar y abrazar, cuando… ¿¡cuando se vuelva a hablar de Cataluña!? ¿Volverá la enseñanza a ser real? ¿O habrá pasado de forma irremediable a ser virtual? El «shock» de la pandemia nos hace receptivos a todas las trampas de la nueva normalidad. Deberíamos estar muy atentos a las próximas jugadas de los que controlan el uso del shock: como ya anticipó Naomi Klein, ellos no buscan el bien común.